lunes, 31 de agosto de 2015

Viaje al Kurdistán iraquí: con los cambistas de Erbil


En el mercado de Shekhalla no hay cajeros automáticos: ni falta que hace. Si necesita dólares, o euros, o tal vez rupias, libras esterlinas o dinares iraquíes, no se lo piense dos veces: tienen seguro. ¿Qué cajero del mundo puede decir eso? Miles de personas visitan a diario el mercado de Shekhalla, en la capital del Kurdistán iraquí, Erbil, así que miles de clientes en potencia caminan al día por la calle. Y parar, se paran.

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Un pershmerga con su metralleta a la espalda se inclina ceñudo sobre el mostrador a contar un enorme fajo de billetes. Un muchacho sonríe a cámara mientras posa con gruesas columnas de dinares en el interior de una oficina de cambio. El ambiente es distendido, el dinero es mercancía y modo de pago, el dinero es multicolor y confiere alegría, por lo que se ve, el dinero en Erbil se traslada en brazos, en grandes fajos, entre sonrisas.

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Los cambistas piden fotos y se enfadan cuando no das abasto. El mercado del dinero continúa fuera del mercado del dinero y un abuelo vende billetes con el rostro de Sadam Hussein sentado en el suelo junto a una fuente. Veo dinero iraní, turco, indio y canadiense, dinares marroquíes y yuans chinos.

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Aunque esto es Irak y la moneda oficial es el dinar iraquí, el uso del dólar no es raro sino todo lo contrario. De hecho el Kurdistán iraquí funciona como un país independiente del resto de Irak aunque hay que tener cuidado porque me han contado casos de extranjeros que se aventuraron a visitar Bagdad y terminaron detenidos por la policía, por tener el sello de entrada por aquí, un sello que te estampan en el pasaporte y que queda muy mono pero que las autoridades iraquíes, las oficiales de Bagdad, no reconocen.

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El caso es que el dinar iraquí tuvo un momento de esplendor en 2009, cuando una casa de cambios norteamericana llegó a la conclusión de que la divisa árabe superaría el valor del dólar norteamericano en 2018. Como razones argumentaba que el Kurdistán iraquí es una región que funciona muy bien, que el 20% de todos los pozos iraquíes se concentran en esta zona y que el dinar kuwatí sufrió una depreciación similar a la del dinar iraquí cuando Sadam lo invadió pero que tras el paso norteamericano se revalorizó muchísimo. La empresa, First Liberty National, vendía un millón de dinares iraquíes por 1.476 dólares y la promesa de que ese millón de dinares se convertiría en un millón de dólares dentro de unos años...

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Lo llamativo, sin embargo, de esta economía, que tiene a los barbudos yihadistas del Estado Islámico apenas a una hora, es que se espera que crezca impulsado por los acuerdos logrados entre el gobierno del Kurdistán iraquí y el gobierno nacional de Bagdad, gracias sobre todo al acuerdo común de explotar los yacimientos petrolíferos de modo conjunto. Y el FMI habla de un crecimiento de dos puntos, a pesar de la destrucción de infraestructuras, carreteras, la amenaza permanente de la guerra y un país con millones de desplazados internos (y externos). Un espejismo para muchos iraquíes que no verán jamás los beneficios de los dos millones y medio de barriles de petróleo diarios que el país vende al extranjero. En el mostrador de un cambista veo un enorme fajo de billetes de 500 euros. 'Tiene usted una fortuna sólo en ese taco', le digo al hombre. 'Son de mentira', me dice mientras lo saca de la vitrina y veo que son fotocopias moradas. Tal vez la economía iraquí tenga algo de fotocopia morada...

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domingo, 16 de agosto de 2015

Viaje a Turquía: con los refugiados sirios de la asediada Kobani


En el interior de la mezquita Mohammed se levanta muy serio y posa con sus nietos. No podemos hablar porque no nos entendemos pero abraza fuerte a sus criaturas, me da a entender que hay historias innombrables de muerte en sus lágrimas y me abraza también. Luego me despide y vuelve a sentarse en una colchoneta, ensimismado y serio, mientras los pequeños no juegan sino que se colocan serios también a su lado. Sus caras no son las de niños: parecen criaturas atormentadas, en permanente espanto, incluso el bebé tiene cara de haber visto demasiadas cosas malas.

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Sobre el mil veces pisado jardín una madre da puñados de arroz a su hija, a sus espaldas un sinfín de gentes vienen y van en una búsqueda incesante de recipientes para el arroz con garbanzos. ¿Cómo obligar a esos niños que nunca quieren comer a que se traguen una comida de rancho? ¿Cómo hacerles divertidos unos granos de arroz pasados, unos garbanzos duros, una sopa aguada? ¿Quién convence al niño que espera tristón apoyado en un muro que lo que tiene a sus pies es un manjar incomparable, que si no come enfermará de anemia, que necesita esos alimentos para saltar y brincar y actuar como un niño?

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A las puertas de la mezquita una larga cola de refugiados espera su ración diaria de comida. Llevan envases medio rotos, improvisadas tarteras, bolsas con asas y sin asas, cacharros abollados, bolsos de tela. Cualquier cosa vale para la sopa y el puñado de arroz que la Media Luna Roja de Turquía reparte pacientemente cada día en distintos puntos de Suruc. Una tarea titánica porque los combates de Kobane, que enfrentan a sus vecinos kurdos con yihadistas de Estado Islámico, pero también con fuerzas leales a Al Assad, combatientes de los herederos de Al Qaeda, Al Nusra, los opositores del Ejército Libre de Siria y mercenarios de todo pelaje han causado la estampida de casi doscientas mil personas al otro lado de la frontera.

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Dice la Agencia de Gestión de Desastres  Emergencias de Turquía que en sólo dos meses han llegado a la comarca de Suruc 192.417 desplazados, a los que diariamente proporcionan 70.000 raciones de alimento. La mayoría de desplazados está en campos de refugiados como el que saluda al visitante en la entrada de la ciudad pero muchos más están desperdigados por ahí, durmiendo en mezquitas, en colegios, en edificios a medio construir, en locales comerciales cedidos por sus propietarios y, mientras el clima lo permitió, incluso en parques y jardines, aunque ahora el frío lo impide.

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Las cifras de la Agencia son de proporciones bíblicas: 27.850 personas cruzaron la frontera heridas y necesitaron pasar por el hospital de Suruc, se ha vacunado a más de 60.000 niños y los turcos han enviado casi mil vehículos cargados con ayuda humanitaria al otro lado de la frontera, el de la guerra. Una guerra que no acaba y que desespera ya a los más pacientes que pensaron que la huida sería temporal. Los refugiados de la cola me saludan, me tocan y un abuelo me besa emocionado. 'No islam, no islam', me dice enojado cuando le pregunto por los yihadistas y un muchacho me saca del error: 'reniega del islam', me dice, 'no quiere decir que eso que hacen los yihadistas esté mal o que no se corresponda al islam: es que directamente reniega de la religión'.

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Desde el fondo de una serrería saluda un muchacho: 'Kobani, Kobani', dice mientras levanta los dedos de la victoria. Pero el combate de Kobani se acerca a los cien días y no hay quien pueda hacer un cálculo de vencedor y vencido. Incluso los norteamericanos han bombardeado la zona, han venido pershmergas desde el norte de Irak, los mercenarios se cuelan por la porosa frontera turca y los vecinos de la destrozada ciudad se sientan en montículos frente a la frontera para observar las no tan lejanas columnas de humo que salen de lo que fue su ciudad. Una ciudad que nació gracias a un proyecto de ferrocarril entre Berlín y Bagdad: ver aquí. Los vecinos de Suruc y los de Kobane están separados por una frontera y una guerra pero llevan la misma sangre: son kurdos y la nacionalidad sólo está en el pasaporte. 'Las familias están partidas por la frontera', me dice un muchacho que regenta un café internet, 'llámeme John', dice risueño, 'así que muchos de los vecinos de Kobani viven ahora en los apartamentos de sus primos y los que no tienen a nadie encuentran rápido solidaridad: yo mismo, cuando cierro, meto a varios desplazados para que duerman en mi local...'

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martes, 11 de agosto de 2015

Viaje a Irak: el horno de barro


Junto a un horno de barro una mujer se arrodilla con un cubo en sus manos. Me mira, nos mira, se sonroja y comenta: 'mientras está caliente el horno nos sirve para secar ropa'. La vida es difícil en un campo de refugiados, donde un coro de suspiros rompe la noche, donde las historias deprimentes y depresivas compiten en crueldad, donde los recuerdos se cuelan en unas mentes que apenas tienen más tiempo que para pensar en cómo llenar estómagos y evitar el frío. 'Yo vengo de Sinjar', me dice la buena señora a través de Wael, mi amigo y traductor, 'pero no quiero que me fotografíe el rostro porque los yihadistas del Da'esh pueden reconocerme y vendrán a buscarme'. El miedo de los desplazados por el Estado Islámico a que reconozcan sus caras, a que los localicen por Facebook, a que la pesadilla regrese me parece de lo más llamativo pero está muy extendido.

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'Yo soy kurda', dice, 'y llevo ya tres años sin marido desde que se mató en un accidente de tráfico porque él era militar del ejército iraquí'. La anónima mujer sin rostro saca la ropa del fondo del horno de adobe y nos la muestra: está seca. 'Ahora haré pan'. Me admira que ese montículo colocado en mitad de un polvoriento camino en medio de un campo de refugiados perdido en el norte de Irak tenga tantos usos.

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'Da'esh llegó avisando por megafonía', dice, 'y nada más entrar en Sinjar se llevaron a muchas mujeres y mataron también a muchos hombres'. La anónima panadera recuerda con cara de horror 'niños asesinados por los yihadistas, aviones sirios bombardeando los edificios que los peshmergas habían abandonado y ahora servían de cuarteles a los Da'esh (o Estado Islámico)'. ¿Aviones sirios atacando territorio iraquí? ¿Está segura?, le pregunto a la anónima panadera: 'sin duda', me dice, y recuerdo entonces que las chabaquíes que conocí poco antes aseguraban lo mismo: los aviones eran sirios. 'La mayoría de mis vecinos huyó a las montañas pero nosotros salimos antes y seguimos la dirección opuesta', una suerte que les permitió atravesar Mosul y llegar al Kurdistán iraquí, zona segura. Ahora pasa los días entre el grifo y el horno, con parada obligatoria en la tienda de lona que le proporcionó Acnur. En un barreño reposan las bolas de masa que se convertirán en el típico pan plano árabe. La ropa ya está seca. El horno suelta una bocanada de humo. La vida sigue en este sinsentido.

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domingo, 9 de agosto de 2015

Viaje a Irak: Kovan, el boxeador sin ring


Kovan Yalmaz tenía un sueño: convertirse en campeón del mundo de boxeo. Y como se le daba bien eso de liarse a puñetazos entró en un gimnasio, y luego en un equipo, y más tarde lo vio un ojeador, y su carrera fue ascendiendo hasta convertirse en miembro del equipo nacional de Boxeo de Irak. Y Kovan comenzó una carrera fulgurante en el fabuloso mundo del boxeo. Viajaba por todo el país para ofrecer exhibiciones, competir en los torneos nacionales, estaba a punto de dar el salto al extranjero para mostrar al mundo que en Irak la violencia puede tener reglas, que las tortas no tienen por qué salir del ring, que dos púgiles pueden tomar un té después del combate. 'Yo era muy bueno, sabe usted', me dice Kovan con aire ausente, 'era una promesa y los entrenadores me animaban porque veían muchas cualidades en mis aptitudes'. Kovan superó todos los retos que se le presentaron pero el destino es juguetón. Un mal día escuchó que unos tipos venían a su ciudad con malas ideas. Su ciudad es Mosul. 'Sólo tengo mis puños como arma', me cuenta Kovan, 'y no bastan para luchar contra los yihadistas del Da'esh'. Los barbudos del Estado Islámico tomaron Mosul y una gran parte de sus vecinos huyó con lo puesto. Entre ellos, Kovan.

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En la mejilla de Kovan reluce una cicatriz. 'Un golpe que no tiene nada que ver con el boxeo', dice con vergüenza. Sus aptitudes en el ring no valen de nada ante los majaras que cortan cabezas por diversión. 'Ya no puedo entrenar', se lamenta en el campo de Horsham, al norte de Erbil, la capital del autoproclamado estado independiente del Kurdistán iraquí. 'Además', sentencia con un gesto serio, 'ya estoy mayor para volver: tengo veinte años, he perdido mi oportunidad'. Kovan se despide con gesto adusto, deprimido. Tras de sí, un mar de tiendas de campaña con lonas de Acnur. Por delante, la titánica tarea de acarrear agua para las necesidades más básicas. En la memoria los recuerdos de cuando Kovan brincaba en el ring y soñaba con ser el campeón del mundo de boxeo...

lunes, 3 de agosto de 2015

Viaje a Irak: el agua de los refugiados




'Te levantas y ya piensas en el agua: miras a los niños y no sabes cómo lavarlos, ves los cacharros y no sabes cómo limpiarlos, ves la cola en el retrete y no sabes si tendrás paciencia, ves la cola en el grifo y no sabes cuánto tiempo perderás en llenar una garrafa...' Leila Lias me mira con ojos suplicantes y de pronto sonríe: '¿quiere un té?' Son los pequeños gestos que nos hacen más humanos, pienso mientras rechazo el ofrecimiento porque un té es un lujo casi inaccesible como para que se lo ofrezcan a un extranjero lustroso y ahíto de líquidos.
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Leila vive en un centro comercial a medio construir desde que huyó de su Qaraqosh local ante la amenaza de muerte de Da'esh, o Estado Islámico, y tan sólo pudo salvar un anillo.... Ahora su principal preocupación es el agua y, cuando tiene tiempo, pensar en volver a casa...

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Repasando las fotos me doy cuenta de que en los campos de refugiados siempre hay alguien de fondo cargando un cubo, una garrafa, una botella. Que los grifos siempre tienen cola y que el agua absorbe tanto tiempo en el pensamiento como en los esfuerzos por conseguirla.

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¡Qué sencillo nos parece apretar el grifo, o girarlo, y que el líquido caiga abundantemente hacia ninguna parte! ¡Cómo nos damos el lujo de dejarla correr, de alargar el enjuague bucal, la ducha, de llenar la bañera de agua humeante! Estos refugiados tenían casa con grifos, algunos con jardines que regaban alegremente con mangueras fabricadas en China, otros incluso usaban albercas a modo de piscinas, jamás pensaron que el agua se convertiría en un elemento central de unas vidas de miseria en la que los malos recuerdos sólo pueden hacerse un hueco en las mentes cuando por fin hemos conseguido agua. Y no sabe uno qué es peor.

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Cada día 52 millones de personas se levantan con una obsesión: agua. Necesitan agua para beber, para lavarse, para limpiar los cacharros, las ropas, para cocinar, para enjuagarse, para refrescarse, para peinarse. Para vivir. El problema del agua afecta a muchos más millones de personas en este planeta pero esos cincuenta y dos millones tienen un común denominador: alguien les robó sus grifos. En Irak, por ejemplo, los yihadistas de Da'esh les arrebataron las casas, con sus grifos dentro, y ahora se las ven y se las desean para conseguir una garrafa y luego para llenar esa garrafa de un agua limpia que no les cree problemas. Los niños corren, se manchan, las madres se desesperan, las ollas humean, la ropa se acumula en los barreños, y todos tienen una misma necesidad: agua. Para el té, para la colada, para el guiso, para el calor. Casualmente, o no, los países que registran un mayor número de refugiados son Sudán del Sur, Siria, República Centroafricana, Congo, Colombia e Irak, precisamente países donde se suda mucho porque hace bastante calor.

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Sólo en Irak tres millones de personas han sido obligadas a abandonar sus casas, y de ellas un millón doscientas mil personas han huido de sus hogares en 2014, de las que trescientas mil han terminado aquí, en el Kurdistán iraquí, zona segura, tan segura que ha acogido, además, a otros doscientos mil sirios que huían de la guerra en el vecino país. Desde agosto Naciones Unidas tiene decretado en Irak su nivel máximo de emergencia, el tres, por un problema que ha desplazado dentro del país a casi dos millones de personas. ACNUR entrega lo básico: colchonetas, garrafas, mantas, lonas de plástico. Nada excepcional, aunque todo indispensable para unas personas que lo han perdido todo. Y, sobre todo, una ayuda para esos países, los kurdos iraquíes, los turcos o los jordanos, que se esfuerzan en hacer hueco a una gente que lo ha perdido todo.

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La falta de donaciones y de dinero público obliga a la ONU, sin embargo, suspender los vales del Programa Mundial de Alimentos y a poner en serio riesgo a esta gente. Un riesgo que comienza ahora en la frontera porque los países receptores se verán obligados a aportar lo que los países ricos no aportan, por lo que no es difícil imaginar que los controles de acceso se endurecerán y los civiles no podrán ni tan siquiera huir del infierno. No es por hacer un juego de palabras pero les cierran el grifo. Y eso, en esta situación, puede resultar mortal. Asfixiante.

Tan injusto como negarle el agua a un sediento.

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