lunes, 10 de febrero de 2014

Viaje a Cádiz: el saqueo de 1596 como precedente de Gibraltar


110 años antes de que una flota angloholandesa se adueñara del Peñón de Gibraltar, otra flota angloholandesa se apoderó de Cádiz con las mismas intenciones. Durante catorce días miles de marineros británicos y holandeses saquearon la ciudad sin que apenas nadie se atreviera a toserles, y después de pensar largo tiempo si quedarse o marcharse optaron por lo segundo y dejaron atrás una enorme tea humeante donde antes había habido un próspero puerto. El segundo conde de Essex, Robert Deveroux, oficial principal del saqueo, apoyado por algún subalterno y los oficiales holandeses, propusieron acondicionar la ciudad para convertirla en el bastión inglés con el que la reina Elizabeth I fantaseaba de este modo: ‘si no sólo se toma un puerto sino que se le guarnece y mantiene, se convertirá en una espina clavada en el pie del rey de España’.

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El segundo conde de Essex, por su parte, meditaba: ‘Si el lugar es bien elegido y la lucha bien dirigida, en muy corto espacio de tiempo no sólo se ganará lo que se ha gastado sino que el mayor provecho será para S.M. y riqueza para nuestro país, ya que si se mantuviera ocupado el lugar una gran parte del flujo de oro de las Indias podría pasar de España a Inglaterra...’ . El objetivo declarado de la corona británica, por tanto, consistía en mantener una plaza en el sur de España, no tanto por la consideración geoestratégica actual, el control de la entrada al Mediterráneo y un acceso privilegiado al continente africano, sino la captura de los galeones procedentes de las Indias. Cinco siglos después, y en retrospectiva, podemos decir que la pérfida Albión consiguió lo que pretendía, aunque en un lugar mejor y algo más al sur: Gibraltar.

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Frente a este castillo, entonces islote, atracó la flota británica
El 13 de junio de 1596 una flota anglo holandesa formada por ciento veinte buques zarpó del puerto de Plumouth en misión secreta. A bordo viajaban más de seis mil soldados de ambas nacionalidades. Al frente de la expedición, Lord Charles Howard of Effingham y el segundo conde de Essex, Robert Deveroux. El destino: la ciudad de Cádiz. El objetivo: bajar los humos al rey Felipe II, enseñoreado de los Países Bajos, de la Francia de aquel entonces y de media Europa y las suculentas colonias de las Indias Occidentales. Los británicos, espoleados por su reina, la tal Elizabeth, veía indignada cómo el rey católico quería absorberlos en su imperio sin pensar que la actitud de sus gobernantes, y sus marinos, entregados a la causa pirata, en su versión corsaria, tuviera algo que ver. De hecho, antes de la Armada Invencible, que fue en 1588, el corsario Drake atacó también la ciudad de Cádiz en abril de 1587, lo que deja la sensación de un toma y daca que terminó por inclinarse del lado británico.

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Las arenas que hollaron los piratas de su Graciosa Majestad tiene hoy otros usos más lúdicos
Con tan definido objetivo, la flota anglo holandesa recorrió la fachada portuguesa, en aquel tiempo posesión española, atrapando los barcos que se le cruzaban en el camino y alejado de costa, para no minar el factor sorpresa. Cómo una marina tan desmesurada pudo pasar desapercibida dice bien poco de las defensas españolas. El domingo 30 de junio la flota fondeó frente a lo que hoy es castillo de San Sebastián, y en aquel entonces nada más que un islote, donde pensaban desembarcar, pero había una borrasca tan pronunciada que decidieron aguantarse las ganas de degollar católicos y esperar la pleamar del día siguiente.

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Negros nubarrones se cernieron sobre la ciudad de Cádiz y la borrasca toma forma demoníaca sobre la playa de la Caleta

La borrasca ayudó a los gaditanos, aunque tampoco mucho. Dicen las crónicas que los vecinos, aterrorizados por lo que veían en el horizonte, subían grandes piedras a las azoteas para arrojarlas sobre los invasores, que echaban arena tras las murallas para que resistieran mejor, que el griterío y los llantos eran descorazonadores. En el interior de la bahía de Cádiz la flota de Indias aguardaba turno para salir rumbo a América, una fabulosa inversión que parecía abocada a perderse en manos de los británicos. La gente deambulaba pálida, muerta antes de tiempo, y observaban desde las playas la enorme flota cerniéndose amenazante sobre la ciudad. Según el canónigo Francisco de Quesada, que salió de ronda mientras los ingleses preparaban el ataque, 'no hallamos en la calle ni en la muralla ánima nacida, y las tres puertas de la villa quedaban trancadas solamente con unos maderos y piedras sin que nadie asistiese a ellas'. Una situación de pánico generalizado y de ausencia de poder: nada nuevo bajo el sol. De hecho el poder, con mayúsculas, El Poder, paseaba plácido en su carroza por las playas de Castelnovo, hoy en Conil de la Frontera, cuando supo que 'más de ochenta velas' se habían descubierto en Cádiz, y le faltó entonces tiempo para avisar a las villas de Vejer, Conil, Chiclana, Gibraltar, Tánger y Ceuta. Claro que eso ocurrió el sábado 29 de junio, cuando los británicos ya habían dejado atrás el Algarve portugués y asomaban sus narices por la bahía de Cádiz.

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Los barcos de la bahía corrieron a esconderse lo más al interior posible, los más pesados frente a Puerto Real, los más livianos internándose en los caños de las marismas. Pero del ataque no se libró nadie. La flota española se parapetó frente a Puntales con Álvaro de Bazán a la cabeza, el que da hoy nombre a los astilleros militares de San Fernando, pero los ingleses entraron en la bahía como Perico por su casa, los cañones de tierra parecían de plastilina y los valerosos marineros patrios saltaban de los barcos, ahogándose muchos de ellos, descuidando su artillería, escondiéndose tierra adentro. En el lado español se perdieron 21 barcos de guerra y unos 40 mercantes, además de 19 galeras de las más refutadas del país.

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Los caños de Sancti Petri forman parte de la enmarañada red de pequeñas vías de agua por las que huyeron los barcos más livianos
Al final de la batalla, los ingleses habían perdido 30 hombres y un par de pequeñas embarcaciones que ardieron por negligencia de sus propios hombres. Entre los españoles, dos de los buques más emblemáticos, el San Felipe y el Santo Tomás terminaron varados e incendiados por sus propios marineros, y los otros dos, el San Mateo y el San Andrés, en manos británicas. Con la flota española desarbolada y cautiva, tres mil hombres desembarcaron en Puntales y se encaminaron a San Fernando, que en aquella época se llamaba la Isla de León, donde los soldados ofrecieron una tímida resistencia que acabó con las puertas de las murallas abiertas y los cañaíllas presos. Sir Francis Vere, el segundo de la expedición, dejó un recuerdo un tanto ridículo de la batalla de San Fernando: ‘parecía mejor un tumulto interior y una riña callejera que una lucha entre naciones tan poderosas...’.

Por si todo esto no hubiera sido una humillación difícil de digerir, lo peor vendría ahora: el segundo conde de Essex, en lugar de vengar las bajas, dio orden de cuidar ‘que no hubiera violencia ni se infirieran ofensas por parte de soldados u otros hombres a ninguna de las señoras o al resto de las mujeres’. Y para demostrar que iba en serio, ejecutó a dos ingleses acusados de violación. Los españoles, anclados aún en una mentalidad medieval, no salían de su asombro porque lo habitual era que cualquier invasión acabara con los prisioneros pasados a cuchillo y el propio Felipe II dejó caer una frase legendaria: ‘tanta hidalguía no se ha visto jamás entre herejes...’.

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El martes por la mañana, los vecinos de Cádiz que se habían hecho fuertes en el castillo de San Felipe, pidieron tregua y ofrecieron 120.000 ducados y 50 rehenes de entre lo más granado de la población como prenda del rescate. El anecdotario es rico a partir de ahí. Sir John Wingfield falleció por sus heridas y fue solemnemente enterrado en la catedral de Santa Cruz, y ahí sigue el hombre porque dicen que era católico, aunque profundamente anti español. La vida en la ciudad tomada se disparataba a veces y en algunos momentos los oficiales perdían el control de sus hombres, que se abandonaban a cierta fiebre iconoclasta y destruían sacras imágenes como la virgen de la iglesia de los jesuitas, arrastrada por las calles en un jolgorio no exento de alcohol que tuvo que ser de órdago.

Los ingleses habían estado sólo catorce días en Cádiz, suficiente para dejar la ciudad arrasada, ardiendo como una tea y rapiñeada hasta el último rincón. Entre los objetos de rapiña, una colección de libros sobre religión y filosofía que aún se guarda en la biblioteca de la catedral de Hereford. Los soldados, por su parte, sacaron todo el vino de las casas y se dedicaban a pasear sus indignas borracheras por la ciudad, con la poca vergüenza de acusar a los holandeses de ser sus mentores en esto del alcohol, costumbres que decían haber adquirido en los Países Bajos mientras luchaban contra los españoles. Los 50 prisioneros que aún permanecían en manos de los británicos, por los que pedían 120.000 ducados, terminaron siendo embarcados porque el dinero no llegó y los parlamentarios enviados sólo ofrecieron confusos pagarés y bonos que no fueron precisamente bien acogidos. Cinco siglos atrás la economía española gozaba de la misma aceptación que hoy en el antecesor de la City...

Sir George Carew llegó a afirmar en su diario que a pesar de que los españoles habían concentrado un ejército de 50.000 hombres entre Sevilla, El Puerto, Jerez y Puerto Real, 'nunca tuvimos miedo ni por tierra ni por mar de ataques, pues vivimos con una gran tranquilidad y descanso, como si hubiésemos estado en Cheapside...'.

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Los británicos se marcharon sin que apenas nadie los molestara y se dieron el gustazo de pararse en Faro, en el Algarve portugués, para saquear un ratito. Luego pensaron en saquear también La Coruña pero un brote de sarampión entre la marinería les impidió detenerse más tiempo. A sus espaldas, Cádiz prácticamente desaparecida del mapa y la corona de los Austrias en quiebra tras valorar en 5 millones de ducados las pérdidas de la flota de las Indias. Dicen las crónicas que en la ciudad ardieron las iglesias y hospitales, una cuarta parte de todas las casas y hasta se pensó que no era posible recuperarla y que debía trasladarse en bloque al Puerto de Santamaría.

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Como anécdotas más poéticas dice la leyenda que los ingleses robaron tantos barriles de vino de Jerez que ayudó a popularizarlo en las islas británicas, y dice también la leyenda que el mismo Miguel de Cervantes dedicó un soneto satírico a las tropas del duque de Medina Sidonia y a su lugarteniente, el capitán Becerra:

Vimos en julio otra semana santa
atestada de ciertas cofradías
que los soldados llaman compañías,
de quien el vulgo, y no el inglés, se espanta.

Hubo de plumas muchedumbre tanta
que, en menos de catorce o quince días,
volaron sus pigmeos y Golías,
y cayó su edificio por la planta.

Bramó el Becerro, y púsoles en sarta,
tronó la tierra, escurecióse el cielo,
amenazando una total ruina;

y, al cabo, en Cádiz, con mesura harta,
ido ya el conde, sin ningún recelo,
triunfando entró el gran duque de Medina...

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La última consecuencia del saqueo de Cádiz es la desconcertante sospecha de que Shakespeare se inspiró en el segundo conde de Essex para su más recordado personaje, el de Hamlet, todo un tratado sobre la traición. Robert Deveroux se perfilaba como un perfecto aspirante el trono tras la humillación que infringió a Felipe II. La reina, que lo había tenido como su más admirado militar, había mandado ejecutar a buena parte de los oficiales del saqueo de Cádiz porque sospechaba que le robaban todo, y el pobre Deveroux pasó de favorito a sedicioso por defecto. En Inglaterra su valentía despertaba más admiración de la que la propia reina pudo aguantar. Aprovechando que el segundo duque de Essex fracasó en su guerra contra Irlanda, la reina, su amada reina, ordenó decapitarlo en la torre de Londres cuando el victorioso saqueador de Cádiz tenía sólo 34 años. Tal vez lo que oliera a podrido no fuera, al fin y al cabo, Dinamarca...

Referencias

'El saco de Cádiz', Stephen y Elizabeth Usherwood, diario del 'Mary Rose', servicio de publicaciones de la Diputación de Cádiz, 2001

Viaje a Hong Kong: la ciudad del dinero (II)

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Desde las alturas del Peak la ciudad se abre paso a través de las riberas de la bahía de Hong Kong. Pareciera el delirio de un gigantesco niño travieso cargado de enormes legos. El punto más alto de la bahía comenzó como un imán para los adinerados europeos que señoreaban la ciudad en los tiempos de la colonia, gracias a sus espectaculares vistas y a que la temperatura descendía varios grados y dejaba el horroroso y húmedo calor abajo, al antojo de coolies y descamisados. Fueron ellos quienes bautizaron este monte como Victoria Peak, aunque los locales le dicen Mount Austin o, simplemente, the Peak. Aún hoy permanecen en las agradables urbanizaciones de las alturas los más acaudalados tycoons de Hong Kong, y del sudeste asiático en general, como Lau Sha Kee, el magnate de los magnates y el segundo hombre más rico de la ciudad, tras Li Ka Shing, quien a su vez es el hombre más rico de Asia, con 32.000 millones de dólares en su haber.

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Porque Hong Kong es eso, una acumulación de ricachones que juegan a su antojo con conglomerados de empresas que sitúan enormes cantidades de dinero al otro lado del planeta en cuestión de segundos, millonarios que invierten en propiedades inmobiliarias, en internet, en telecomunicaciones, en maderas preciosas, en construcciones, siempre intentando el monopolio o, si se pone dura la cosa, el cártel con otros compañeros de igual ralea, negocios en los que la frontera entre lo privado y lo público se difumina gracias a un entramado infinito de relaciones privilegiadas con gobernantes de todos los niveles. Porque, seamos francos, Hong Kong es el paraíso del libre comercio pero un paraíso cimentado sobre concesiones públicas que huelen mal o muy mal, una victoria más grande que el Peak de los hombres de negocios sobre los hombres de política.

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En Hong Kong resuenan míticos los nombres mencionados pero también los de Ronnie Chang, Henry Fok, Kwok Tak-seng o Peter Woo, acaudalados businessmen que encontraron en la fundación de entidades bancarias una salida a sus anecdóticos problemas de financiación o de liquidez. Por eso el Peak no deja de tener su gracia. Rodeado de mansiones misteriosas que permanecen fuera del escrutinio popular, pero siempre orientadas a las mejores vistas sobre las lejanas playas de las islas conocidas como ‘Nuevos Territorios’, las pesadas cuestas son pasarelas continuas de turistas, curiosos y doncellas de permiso dominical que suben a extasiarse con las vistas de la bahía de Hong Kong: de todo aquello que jamás podrán tener porque pertenece a los tycoons que viven anchamente en enormes mansiones o en lujosos apartamentos con piscinas propias (en una ciudad donde el metro cuadrado obliga a muchos locales a dormir en jaulas: pincha aquí para verlas).

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Eso sí, si piensas en emigrar a esta ciudad de locos por el simple hecho del dinero creo que deberías saber que la jornada semanal ronda las cincuenta horas y que los desplazamientos suelen ser tan largos que te consumen el resto del día, aunque todo se haga en servicio público (el 90%, la mayor cifra del mundo).

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De hecho, según la publicación china Hurun, Hong Kong es la tercera ciudad del mundo, tras Moscú y Nueva York, en número de milmillonarios del mundo, o billonarios (en inglés mil millones es un billón), con cincuenta y dos de estos campeones de la riqueza. También es normal que se instalen en Hong Kong: es la tercera ciudad del mundo, o estado, o lo que quieras considerar que es, con los impuestos más bajos y con una de las mayores densidades del planeta, 16.000 personas por milla cuadrada.

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Cerca del templo de Wong Tai Sin me encuentro un barrio de casas bajas. Está literalmente rodeado de altísimos rascacielos con pinta de ‘recurso habitacional para miles de familias de clase media baja’, casas colmenas que suponen verdaderas ciudades verticales. No hay más solución para la mayor parte de los siete millones de almas que viven aquí, en un territorio ocupado en tres cuartas partes por territorios naturales y tan sólo en un veinticinco por ciento por un hábitat humano. Del barrio de casitas asoman plantas, hay una peluquería en el que un señor se deja afeitar, un bar gris y hediondo donde un grupo de chinos toma té con la mirada perdida, callejones muy estrechos y húmedos con los adoquines que sobresalen. Y lo mejor de todo: está rodeado por un escuadrón de ingenieros que discuten mapas, que miran a su alrededor observando cosas que aún no se han construido, obreros que transportan materiales de obra. Creo que el barrio tiene los días contados y ese 25% de terreno urbanizable podrá acoger un par de torres más para unirse a las alturas y dejar cada vez más lejos el ras del suelo...

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Los barrios de casas bajas no parece que formen parte de la misma ciudad pero sí, lo son, son el mismo Hong Kong, pero el Hong Kong condenado a muerte que desaparecerá en poco tiempo
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Y lo que ocurre allí abajo no deja de provocar asombro. A la miríada de barrios especializados en todo tipo de mercancías, desde la venta de peces exóticos a relojes de imitación, se une la segunda mayor bolsa del continente asiático, que ya es decir, tras la de Tokio, y un núcleo de bancos que colocan a esta pequeña ciudad en el puesto undécimo mundial en transacciones bancarias.

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Un lugar pequeño, a pesar del delirio de rascacielos, que ofrece absolutamente todo lo que un alma inquieta pueda necesitar: por ejemplo, un restaurante mongolés junto a un taiwanés, separados por un reflexólogo junto a la escalera mecánica más larga del continente.

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Y es que, a pesar de que el 80% de su economía se basa en el sector servicios, con cifras tan extrañas como las más de 300.000 empleadas domésticas, su renta per cápita es mayor que la de casi todos los países de Europa y el ritmo de su crecimiento anual no baja del 8%. Hong Kong es la ciudad con el mayor número de rascacielos del mundo y su acumulación resulta tan llamativa que el departamento de turismo lo ha convertido en un atractivo más, con un espectáculo de luces y colores que cada día a las ocho de la tarde sorprende a los visitantes que pasean observando su skyline con una cuidada coreografía que involucra a cuarenta y cuatro edificios de los barrios de Hong Kong y Kowloon en un curioso, y algo kitch, baile de luz y de color. Subido en un extraño barco, conocido como Barco de los Desperdicios, el festival de color se tiñe con el rojo intenso de la vela y la bruma del calor diurno condensada en la noche mientras esos locos rascacielos bailan con coloridos rayos láser.

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Dicen los chinos que la China se acaba en el Peak y que a partir de ahí sólo hay agua. Y dicen más: que por eso mismo en Hong Kong se refugian los dragones. Una cosa lógica, me digo mientras miro a ambos lados de la calle por si me salta uno a la chepa. Pero no, algo hay de esta locura. Dice Raymond Lo, el gran maestro del Feng Shui en Hong Kong, que debemos entender el dragón como una representación de la energía y que hablamos del logotipo de la ciudad. El populoso barrio de Kowloon, por ejemplo, significa Nueve Dragones, y debe de tener una extraordinaria energía porque los vecinos de la ciudad lo consideran el responsable del dinero y del poder. Y de ambos hay mucho en Hong Kong. El mayor centro mundial del comercio, el tercer mayor puerto de volumen del mundo, el mayor centro financiero, el mayor...

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Tanta envergadura y tanto record, sin embargo, no hacen de la ciudad un museo ridículo del que reírse. Hong Kong asombra por su variedad, por su mente abierta y por las posibilidades que ofrece (entre ellas la de sudar la gota gorda), por su capacidad para camuflarse y sobrevivir a capitalistas desalmados, comunistas chinos, traficantes de opio, japoneses invasores y demás. Por eso qué mejor que acabar con la filosofía del más célebre de los hijos de la ciudad, que no deja de ser la filosofía de la ciudad misma:

'Vacía tu mente, se amorfo, moldeable, como el agua. Si pones agua en una taza se convierte en la taza. Si pones agua en una botella se convierte en la botella. Si la pones en una tetera se convierte en la tetera. El agua puede fluir o puede golpear. Sé agua amigo mío'

Bruce Lee

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Viaje a Hong Kong: la ciudad del dinero (I)


Hong Kong es una ciudad tan dedicada al dinero que la única estatua que preside una plaza es la de sir Thomas Jackson, el responsable del desarrollo financiero de la antigua colonia británica y jefe en su momento del banco HSBC (HongKong and Shangai Banking Corporation). No me extraña, pienso mientras contemplo la más arquetípica figura del banquero que pensarse pueda: redondísima calva, poblado mostacho, gesto adusto, levita gris, una mano en la solapa. Su figura está enmarcada en un bosque de cemento y cristal, los más altos edificios del centro económico de la ciudad de Hong Kong en forma de bancos, entidades bancarias y todo lo que desprenda olor a dinero.

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La plaza se llama Plaza de las Estatuas porque la realeza británica estaba allí casi al completo, con sus reyes y reinas y príncipes y princesas, pero los japoneses las derribaron durante su ocupación en la II Guerra Mundial en señal de desapego hacia esos blancuchos de ojos redondos que se habían hecho fuertes en un lugar tan estratégico. El posterior desarrollo de la colonia obligó a repensar las cosas. ¿Para qué queremos monarcas lejanos y aspirantes a coronas? ¡¡Mucho mejor el director de un banco!! Toda una declaración de principios, por otra parte, para una ciudad que vive para y por el dinero, que levanta rascacielos con andamios de bambú y que vende cualquier cosa que alguien quiera comprar, como miles de aletas de tiburón móviles, relojes falsos o superordenadores...

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Una ciudad en la que todo funciona al milímetro y al segundo y en la que es casi imposible perderse, a pesar de su magnitud. El aeropuerto de Hong Kong es tan grande que uno piensa que no saldrá jamás: pero sí, se sale, con una pasmosa facilidad, todo es tan fácil que incluso el sensor térmico me parece normal. ¿Un sensor térmico? ¡Sí, para comprobar que los recién llegados no tenemos fiebre! La gripe aviar sembró de miedo esta ciudad así que en el aeropuerto hay guardianes sanitarios que nos examinan sin que lo notemos. En 2003 al menos 500 hongkoneses murieron por culpa de esta gripe...

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Pero hubo un tiempo en el que Hong Kong no era así, ese bosque aberrante de bloque tras bloque, calle tras calle, barrio tras barrio. Hubo un tiempo en el que los vientos azotaban una playa desierta, unas montañas de roca expuesta y aún en formación y barrían las arenas del cúmulo de islas que ahora estaban y ahora ya no están. En el museo de Hong Kong recrean esos tiempos remotos, salvajes y fascinantes y te enseñan pinturas que hacen babear a los especuladores inmobiliarios del sudeste asiático, que por cierto son legión.

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La ciudad fortificada de Kowloon frente al Hong Kong actual (maqueta frente a vistas desde el Peak)

Hubo un tiempo en el que los humanos formaron grupos y eligieron la región por su exuberancia y calorcito, y desarrollaron civilizaciones y culturas, lucharon contra los enemigos y fueron absorbidos por ellos. La Historia misma, en suma, pero que, mirando alrededor, cuesta pensar que en esta ciudad haya habido alguna vez algo que no fuera el futuro mismo, con mayúsculas, el Futuro. Y en esa línea cuesta pensar que esa maqueta sobre estas líneas represente la ciudad fortificada de Kowloon, un precedente lejano del actual Hong Kong, un precedente que comparado con la ciudad actual no deja de producir asombro.

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Foto del antiguo puerto de Hong Kong, en el museo de la ciudad
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Foto del nuevo puerto con la bahía repleta de grandes buques
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Resulta difícil situarse en el pasado siquiera reciente de esta gigantesca ciudad y más difícil aún imaginarla como un apacible poblado de pescadores. Hay que visitar el museo para viajar mentalmente a través de las recreaciones que sitúan el conglomerado de islas en el pasado remoto, el del precámbrico y el del pleistoceno y el de todas esas palabrejas raras que te retrotraen a la época de maricastaña. Pero Hong Kong, la Hong Kong de la Historia humana, es milenaria, y varias veces además, y queda constancia, así sea a través de maquetas muy conseguidas, de que donde se levanta ese racimo de altísimos rascacielos hubo una vez un pueblecito de casitas con paredes de adobe, que en esa bahía saturada de supercontenedores, gaseros, petroleros y transbordadores superrápidos deambulaban débiles barcas de pescadores persiguiendo anguilas y rayamantas, que donde hoy hay autopistas antes había bosques frondosos.
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Los racimos de viviendas sirven de fondo a la bandera local, basada en una planta endémica local, la Bauhinia blakeana blanca
Y opio, por supuesto, que llegaba en grandes cantidades del interior del continente y alteraba la vida de los pescadores. El interés mercantil de las potencias occidentales, sobre todo la del Reino Unido, terminó en una serie de guerras que hoy vemos con el gesto contrariado porque fue la mismísima reina de Inglaterra la que impuso el tráfico y consumo de opio por sus santas narices. Los comerciantes norteamericanos y europeos se hicieron de oro con un producto que se llevaba dos tercios de las ganancias de los obreros chinos y que tenía al país en un estado de semisopor muy agradable pero poco productivo. Las guerras que su Graciosa Majestad impuso a los chinos acabaron con su débil ejército y les arrebató en 1842, además, la isla de Hong Kong (que no es una isla sino un conjunto de ellas) por el tratado de Nanking, que era la capital de China hasta que la aplastaron los japoneses (puedes verlo en Ciudad de Vida y Muerte, una obra maestra del chino Lu Chuan)

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En el museo de Hong Kong es posible seguir el rastro de los gobernadores coloniales que su graciosa majestad nombraba para administrar una de sus más pequeñas y al tiempo rentables colonias. Una larga hilera de rostros serios, alguno con aspecto de diplomático pero muchos con caras de pillos que uno podría imaginar junto a Jack Sparrow surcando el Caribe rumbo a la isla de la Tortuga.

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Poco quedaba ya de aquel paupérrimo poblado que encontró el portugués Jorge Álvares, en 1513, una aldea que, a pesar de su insalubridad, un calor espantoso y unas costumbres higiénicas cuanto menos dudosas, tenía la facultad de atraer el interés de todas las grandes potencias. Así que los chinos, en el siglo XVI, se emplearon a fondo para recordarles a los lusitanos que su hogar estaba lejos, muy lejos... Sin embargo, aunquedicen las crónicas que el portugués Álvares fue el primer occidental en pisar este lejano rincón de la China, no sería el último ni el menos codicioso. Aún habría de llegar los insaciables británicos que se harían con el enclave hasta darle una nueva dimensión y dejar su marchamo en el extraordinario puzzle que es hoy.

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(Continúa en II)

Antonio Cánovas del Castillo, el malagueño que ideó el sistema bipartidista



Antonio Cánovas del Castillo firmó en 1880 el fin de la esclavitud en España pero lo hizo apretando los dientes y torturada su conciencia: hago mal, debió de pensar. Y para que no quedara duda de que firmaba empujado por la historia atrasó su entrada en vigor seis años en Cuba, donde estaba la mayor población negra del renqueante imperio, y concedió gustoso una entrevista al periódico francés Le Journal:

"(...) creo que la esclavitud era para ellos (los negros de Cuba) mucho mejor que esta libertad que sólo han aprovechado para no hacer nada y formar masas de desocupados. Todos los que conocen a los negros le dirán que en Madagascar, como en el Congo y en Cuba, son perezosos, salvajes, inclinados a obrar mal, y que es preciso manejarlos con autoridad y firmeza para obtener algo de ellos. Estos salvajes no tienen otros dueños que sus instintos, sus apetitos primitivos".

Con ese ánimo, poca confianza concedió a los partidarios de la independencia. Hasta siete veces primer ministro y arquitecto del sistema de alternancia bipartidista que castiga España casi que hasta hoy, Cánovas del Castillo, malagueño tan universal como contestado, puso tanta pasión en sus ideas que aún hoy crea polémica. Y entre estas, su decisión de olvidar la mano izquierda en las últimas colonias originó el último capítulo del imperio. Cánovas ordenó una cruel represión del movimiento separatista cubano, movimiento que él veía de un solo color: negro, y logró lo que se logra en estos casos: que se levantaran violentamente. Cánovas sabía que los grandes tiempos de España llegaban a su fin y no quería que le pillara el toro. Y lo logró. Sólo que sometió a los cubanos a una represión que provocó escalofríos en los Estados Unidos. Resultado: guerra contra los partisanos, guerra contra los norteamericanos, un gobierno empeñado en una victoria imposible y un cúmulo de decisiones erróneas encadenadas por sus ministros, temerosos tal vez de la gran personalidad del presidente. Y digo que al final no le pilló el toro del fracaso porque el malagueño Cánovas tuvo la suerte de ser asesinado un año antes del desastre, el 8 de agosto de 1897. El malagueño cayó abatido por tres tiros disparados por el anarquista italiano Angiolillo. Eso sí, las balas no las puso él: las pagó con dinero del Caribe, el de los exiliados cubanos que eligieron Londres para instalarse y planificar la muerte de quien tanto amó la mano dura.

lahabana22

Referencia:

Cuba, Puerto Rico y Filipinas en la perspectiva del 98, Demetrio Ramos Pérez y Emilio Diego, Editorial Complutense, Madrid, 1997


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