jueves, 30 de enero de 2014

Viaje al Líbano: en el funeral chiíta de Mohammed Hussayn Fadlalá, líder espiritual de Hezbollah



Dicen de los chiítas que son los andaluces del Islam, tanto les gustan las peregrinaciones y las exageraciones religiosas. Desde el puente donde observo el funeral de Mohammed Hussayn Fadlalá, un histórico ayatolá del Líbano, líder espiritual además de Hezbollah, no puedo menos que pensar que algo de razón tienen los que dicen eso. Asisto atónito a la marea humana de fieles que acude en oleadas que se superponen unas a otras, las mujeres que se golpean la cabeza y los hombres con sus cuidadas barbas y no puedo, como andaluz que soy, pensar que todo esto me suena de algo, que esas multitudes son las del Rocío, que esos golpes en la cabeza equivalen a los golpes en el pecho de las feligresas que siguen devotas a la virgen en semana santa, que esas barbas tan pulcras son el otro lado en el espejo de las patillas rocieras, que todo esto me recuerda al entierro del Camarón de la Isla.



Un absurdo, me digo mientras lo pienso, porque esto es un entierro, un funeral de estado, los chiítas de Hezbollah han cerrado el centro de Beirut, se trata además de una demostración de fuerza y enmedio de la increíble marea humana aparece de pronto la cúpula máxima de la organización, parecen levitar sobre la apasionada masa, en sus rostros se refleja calma y despreocupación mientras a su alrededor todo es caos y griterío, los niños juegan mientras sus madres, de riguroso negro al estilo de cualquier monja de clausura, cantan letanías que no entiendo. Los balcones del barrio por el que desfila, mal que bien, el vehículo con el féretro es un hervidero: señoras debidamente tapadas observan circunspectas el caótico recorrido, los hombres, más frescos (en todos los sentidos) fuman serios y charlan, el aire traslada una suerte de drama profundo pero al tiempo mundano, como de andar por casa, como de muerte largo tiempo esperada, como de excusa para celebrar algo. Y pienso entonces en mi querida madre, asomada a su balcón mientras las carrozas atraviesan la principal avenida de Huelva con dirección a Doñana, los coloridos trajes de flamenco cubriendo las grupas de los caballos, los peregrinos colorados ya del vino que se empeñan en cubrir el trayecto de dos días a pie, la multitud como contenta porque la masa los vuelve anónimos y al tiempo únicos e imprescindibles.




Aquí no hay carros pero el vehículo funerario que traslada los restos del ayatola fallecido está a punto de reventar, el cristal delantero hecho añicos por el peso de los guerrilleros de Hezbollah, que se esfuerzan a base de gritos y mandobles por separar a la masa enfervorecida de los restos del santo personaje. En la multitud se distingue a los dirigentes drusos, y a los sunitas con sus característicos tocados blancos y rojos, el escurridizo Nasrallah, líder supremo de Hezbollah, no aparece (no vaya a ser que algún espía israelí informe de su presencia y vuelen la comitiva al completo), incluso ha venido el ayatola iraní Ahmed Jannati, aunque ha evitado esta marea humana e irá directamente al sepelio. Dirigentes del ejército libanés también aparecerán más tarde, dejando la sensación de que este país sea mil veces más grande de lo que es.
La luna delantera del vehículo ya ha reventado por el peso

Alí Fadlalá, el hijo del fallecido, con barba y vestido de negro y turbante negro, acompañado de los líderes sunitas


Si la élite comercial de La Meca no hubiera asesinado al pobre Alí, al tiempo primo y yerno de Mahoma, tal vez el Islam hubiera tomado otros derroteros. Pero lo hizo porque el mensaje de aquel santón que pregonaba su extraña visión del mundo en los desiertos era demasiado valioso como para que terminara en manos de cuatro visionarios. Alí, primo hermano de Mahoma, como decía, pero también yerno, para mayor gloria del endemismo sacro, gracias a su boda con Fátima, hija del profeta, fue la mano derecha del que no se puede mencionar sin un 'Alabado sea su nombre'. Mahoma le encargó la destrucción de los ídolos paganos, lo tuvo como al más valiente de sus hombres en las incursiones militares con las que impuso el Islam a las primeras tribus y hasta le pedía consejo cuando las cosas se torcían. Con este currículum, el joven Alí, cuyo nombre era Alí Ibn Abu Talib, aspiraba a suceder a su primo y suegro tras su muerte pero llegó tarde y se encontró que sus compañeros de aventuras ya habían nombrado a un tipo llamado Abu Baker como califa del Islam: para semejante distinción había que ser árabe de pura cepa, no vale cualquier otro, ni siquiera un acuerdo unánime. Tras Baker se le coló otro más, el califa Omar, y después de Omar: un tal Otmán. Alí había aguantado ya demasiado, él, que era el primo y el valiente general y el marido de la hija del Profeta (Alabado sea su nombre), él que era, además de todo, el hombre que el propio Mahoma designó como heredero en su lecho de muerte, Alí, el ninguneado, decidió hacer campaña por sí mismo en su muy justa reivindicación del califato. Tan lejos fue su campaña que alguien asesinó al propio califa, el tal Otmán, mientras rezaba en una mezquita y todos los ojos se posaron en él, en Alí. Un contratiempo que ya dejaba entrever lo que sería la eterna lucha del ying y el yang islámico y que obligó al yerno del profeta a reforzar sus lazos, incrementar sus partidarios y organizarse de modo militar: Alí sustituyó a Otmán, por fin era califa, pero ahora debería de luchar contra todos sus detractores, que eran legión.


Los seguidores de Otmán enviaron sucesivas cargas contra el nuevo califa, que se instaló en Kufa, en Iraq, un feudo más amigable frente a la arisca La Meca, que era su ciudad natal pero también la de sus más fieros oponentes. Batalla tras batalla el islam se desangraba hasta que en el año 657, en el fragor de una sangrienta lucha con los ejércitos de sus más enconado oponente, Muawiya, el heredero natural del asesinado Otmán, los soldados levantaron hojas del corán, ensartadas en las espadas, pidiendo paz porque parecían más conscientes de esta sangría que sus obcecados dirigentes. Sentados pues para dialogar, los partidarios de Muawiya impusieron sus tesis y el atribulado Alí perdió el califato en favor de su enemigo. Un revés que le hizo descargar toda su ira en esos traidores que le habían hecho perder el cargo, los jariyíes, la tercera vía del islam, que no consideran que el califa deba de ser ni un árabe ni un descendiente de Mahoma sino aquel que la comunidad elija libremente. Para Alí, sin embargo, no eran más que traidores y comenzó una minuciosa venganza para exterminarlos de la faz de la tierra que casi consiguió (aunque no del todo porque aún pululan por ahí). El caso es que el malhumorado Alí no conseguía su objetivo, el califato que decía le había prometido su yerno, que los reproches de la bella Fátima lo atormentaban y que no era consciente del cisma tan mastodóntico y casi eterno que estaba creando. Y tal vez pensara en todo eso al salir de la mezquita de Kufa, corría enero del 661, cuando un jariyí que no le perdonó las matanzas le asesinó sin contemplaciones.

La cosa podía haber acabado ahí, con Alí muerto y los chiítas desolados pero el hijo del yerno de Mahoma, que además de todo era su nieto, nieto del Profeta, (alabado sea su nombre), Al Hussayn, levantó la bandera de su padre y presentó también su candidatura al califato. Claro que el pobre Hussayn no tenía las dotes de su padre y apenas comenzaba a pensar cómo actuar cuando los hombres de Muawiya lo masacraron, a él y a todos sus adeptos en Kerbala, en la actual Iraq. Los chiítas, una palabra que significa 'seguidor', se agruparon pues en torno a los dramas de Alí y de su hijo Hussayn, y este último aún nos deja imágenes impactantes como las de sus seguidores azotándose la cabeza con gruesas cimitarras que ofrecen hermosas y sangrientas fotografías, al estilo de aquellos devotos ultracatólicos que se cuelgan de cruces en Filipinas o caminan decenas de kilómetros descalzos. Para terminar de enredar ambas religiones, los chiítas están convencidos de que en algún lugar del planeta se esconde el Mahdi, el Imam desaparecido, que deberá venir para anunciar el reino de Allah en este mundo. De cuando en cuando algún iluminado reclama el título pero es demasiado pesado como para que se le atribuya sin más.

Representantes de Hezbollah portan la bandera amarilla de la organización chiíta

Bajo mis pies continúa la marea humana, azotándose sin piedad por la muerte de Hussayn Fadlalá, el guía espiritual de Hezbollah. Un pío y un santo, para sus devotos chiítas, un terrorista despiadado para los israelíes y estadounidenses, ambos empeñados en su muerte desde los años ochenta. Fadlalá era un tipo carismático, dicen las crónicas, un hombre santo rodeado de barbudos con Ak47, un 'terrorista internacional' según la CIA, el inventor, según la prensa norteamericana, de las bombas humanas, el hombre tras los terribles atentados contra la embajada estadounidense de Beirut en el 83, que desplazó el enorme edificio una cincuentena de metros (según el gran Robert Fisk), aunque nunca estaremos seguros porque en 2005 emitió otra fatua prohibiéndolos (los atentados suicidas). Fadlalá tuvo dos vidas, según sus biógrafos: la del guerrero armado y la del pacificador dialogante. Según asomara uno u otro, temblaban unos u otros. Con su faceta de guerrero santo, temblaba occidente. Con la de mediador empeñado en la paz, temblaba Hezbollah. Ese féretro que avanza a duras penas por entre la multitud traslada los restos de un hombre que lo cuestionaba todo, incluso las sagradas fechas del Ramadan, que él fijaba según criterios astronómicos y no por las fases de la luna. Fadlalá prohibió, mediante fatua (que es una norma de obligado cumplimiento) que se derramara sangre durante la Achura (esa tradición de romperse la cabeza a base de mandoblazos, como dije antes, recordando la muerte del nieto de Mahoma, alabado sea su nombre, el tal Hussayn), una norma tan extraña como que todo en esa fiesta es sangre (como prohibir en el Rocío que se cante a una paloma blanca).

Interesante detalle de uñas rojas entre las plañideras del funeral

Fadlalá desconcertaba, ahora permitía que las mujeres rezaran con las uñas pintadas, luego condenaba los crímenes de honor y las ablaciones, más tarde calificó a los taliban de secta. Los guerrilleros de Hezbollah lo adoraban por días pero a veces no sabían dónde meterlo. Habitualmente les apoyaba (¿por qué Hezbollah es terrorista y los Estados Unidos no?, decía, si ambos luchan por sus intereses con la fuerza), soflamas que desconcertaban a sus seguidores y a sus enemigos, como la condena que lanzó furibundo contra los ataques a la torres gemelas de Nueva York. Se negó a normalizar las relaciones con Israel, país que no podía ver ni en pintura, y ninguneó a Jomeini cuando dijo que nadie, 'ni siquiera él', tiene el monopolio de la verdad. Claro que no era un liberal al estilo occidental: para Fadlalá las mujeres debían ir cubiertas, el aborto era anatema y el hiyab era una prenda imprescindible para que los hombres no las vieran como objetos sexuales, una de cal y otra de arena, podríamos decir, para un religioso que luchó por la integración femenina desde dentro del sistema islámico.
Tal vez por eso las mujeres se golpean a cabeza con tanta saña: acaban de perder a su máximo defensor, quién sabe lo que vendrá ahora (parecen pensar). Desde lo alto de un puente me esfuerzo por fotografiarlas bajo la atenta mirada de la guardia pretoriana de Hezbollah, que no termina de fiarse de este tipo que soy yo que se ha bajado de un taxi como alma que lleva el diablo para sumergirse en el duelo chiíta. Nadlalá era un personaje de una envergadura tal que hoy es día de luto en todo el Líbano y las banderas ondean a media asta en los edificios oficiales. Al entierro acuden delegaciones oficiales de Irán, de Siria, de Qatar o de Kuwait, las multitudes siguen llegando cuan olas del mar que llenan unas calles hasta ese momento adormiladas. Los muchachos que custodian el féretro se lían a gritos y tortas con los devotos, todos quieren tocar el ataúd del hombre santo. Hussayn, allá en su tumba de Kerbala, puede estar satisfecho, como lo estará su padre, Alí, y hasta su madre, Fátima, la hija del profeta, alabado sea su nombre. El chiísmo está vivo, palpitante, y se nota en las manifestaciones como esta, manifestaciones de fe con ese recuerdo al entierro del Camarón, a romería, a dejá vu.

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