martes, 26 de junio de 2012

Viaje a la Guajira: entre wayuus


Grupo de baile wayuu antes de danzar la típica Yonna



En 1933 Henri Charriere, más conocido por el Papillon de su novela y de la película interpretada por Steve McQueen, se escapa de una insalubre prisión en la Guayana francesa y llega a pie hasta la desértica región de la Guajira, en el norte del continente sudamericano. Además de sus múltiples peripecias con leprosos, monjas traidoras y una simpática pareja británica, Papillon conoce a los indígenas de la región, los Wayuus, encuentra el mito del buen salvaje, que tanto soñó Rousseau, y se enamoró de dos hermanas, a las que convirtió en sus esposas. ¡Un sueño para un tipo de los bajos fondos escapado de una de las peores cárceles del planeta, la conocida como Isla del Diablo! ¡Tanto que lo único que llegó a balbucear, recordando los felices tiempos en la Guajira, fue que allí experimentó ‘la forma más pura del amor y la belleza!


No diría yo lo mismo de la Guajira, un secarral inhóspito incluso en época de lluvias, un desierto árido y desapacible, a cuyo corazón llegué encaramado sobre un camión de carga, rodeado de indígenas locales, los wayuus, y en la peor época posible: la de lluvias. El viaje debía llevarnos seis o siete horas, según el conductor, pero dos días después seguíamos allí, en mitad de un desierto convertido en barrizal por las cuatro gotas que caían de cuando en cuando, inmovilizados en un gigantesco charco de lodo, asediado durante la noche por los ronquidos de ranas que parecían búfalos y por las desagradables memorias de los viajeros. 

El camión que debía llevarnos en siete horas tardó tres días
‘Una vez entramos en un ranchito porque se nos hizo de noche’, me contó una chica, ‘y en el interior la familia estaba sentada a la mesa, con la cena puesta: ninguno tenía cabeza…’ Durante muchos años, toda esta zona estuvo sometida a la violencia indiscriminada de Jorge 40, el alias de Rodrigo Tovar, uno de los más sanguinarios y crueles paramilitares, comandante del Bloque Norte y hoy encarcelado en los EE.UU acusado de narcotráfico y del asesinato de 600 personas. ¡¡Seiscientas personas!! Los wayuus se estremecen al escuchar este alias, sienten escalofríos, se les oscurecen sus ya oscuras miradas y dejan traslucir un sentimiento inaudito en ellos: lo odian.


Y eso que los wayuus han visto de todo y han sobrevivido a todo. Hace ahora quinientos años, los españoles colonizaron la zona como entrada al continente sudamericano, levantaron una ciudad, a la que llamaron Nuestra Señora de los Remedios, y vivieron acuartelados, sedientos, siempre en busca de agua y asediados por los wayuus, que los acribillaban a flechazos a la mínima oportunidad. En diez años tuvieron que abandonarla, hartos de pasar sed y de las flechas, y fundaron Ríohacha, algo más al oeste. Los wayuus siguieron en la región, y allí siguen hoy, recordando a Rodrigo de Bastidas y a Simón Bolívar y a Francisco de Miranda y a Papillon, visitantes ocasionales dispuestos siempre a escapar del paraíso seco de los wayuus.

Niños wayuus

Conchita Ospina teje un chinchorro
 Los wayuus suman hoy alrededor de trescientos mil indígenas, la mitad en Venezuela y la otra mitad en Colombia, súbditos de la patria Wayuu y con la facultad de la doble ciudadanía. ‘No somos ni colombianos ni venezolanos: somos wayuu’, corrobora Conchita Ospina, una de las más reconocidas artesanas de la patria wayuu. ‘Somos la etnia más numerosa de los dos países, de Colombia y de Venezuela, y pasamos la frontera sin problemas porque estamos aquí antes de que esos dos países se constituyeran en el siglo XIX, y somos tan iguales que la sequía que tenemos aquí en Colombia es exactamente la misma que tienen en Venezuela’. Los wayuus viven dispersos, dedicados sobre todo al pastoreo, aislados en chozas que llaman rancherías muy separadas unas de otras, para no confundir los ganados, encerrados en un mundo propio con su propia lengua, el wayunaiki. En los últimos años, los wayuus colombianos han emigrado en masa a los alrededores del lago Maracaibo, atraídos por las buenas condiciones de vida que les ofrece el régimen de Hugo Chávez, y espantados también por las masacres que cometían los hombres de Jorge 40, entre otros. Pero en el lado colombiano está el lugar más sagrado de los wayuus: Jepirra, o Cabo de la Vela, según el bautismo español, el paso obligado para todos los espíritus wayuus, el lugar donde el alma del guajiro comienza su viaje a través del cosmos.


Hoy Jepirra, o el Cabo de la Vela, ofrece un espectáculo desolador, sus aguas caribeñas erizadas por la brisa, los fondos marinos espectaculares, las chozas de los indígenas esperando que los pocos turistas que se aventuran hasta la región, principalmente mochileros, llenen sus chinchorros (coloridas hamacas que tejen ellos mismos). ‘Cuando el wayuu muere’, continúa Conchita, vecina de la ciudad, ‘viene aquí, muera donde muera, y su alma deambula hasta llegar a Jepirre, donde tomará fuerza para su posterior y último viaje’. El paraíso Wayuu no deja de ser curioso: un lugar calcado a la tierra, donde el wayuu seguirá teniendo la misma vida que aquí abajo, ‘el que es rico, seguirá siendo rico, y el que no, pues igual, pero siempre habrá agua, no se conoce la sequía y nunca le faltará de nada…’. Un paraíso acuoso, con el agua saliendo por las orejas, la felicidad en forma de saciedad, de enguachinados eternos. Un paraíso compuesto por manantiales y chinchorros y hamacas y bolsos y todas las hermosas artesanías que con tanto estilo tejen y tejen las mujeres wayuus a todas horas. Incluso en los colegios, y en los internados, las clases de artesanía alternan con las de geografía o matemáticas. La artesanía como conocimiento elemental.


A la sombra de la choza de Conchita, que también es artesana, no acabo de sentir la paz que encontró Papillon. Claro que tampoco encuentro a las dos hermanas que le hicieron perder la cabeza ni provengo de una insalubre prisión en la Guayana. Aunque sí hay paz y bienestar. Arriba, en el monte donde se suponen deambulan las almas de los muertos, sí hay brisa, un viento feroz que despeja frentes y en la que se adivinan voces espectrales, producto del mismo viento rozando las piedras. Los muertos pasan a mi lado, chocan contra mis piernas, pero no los veo, y tampoco los creo. Los wayuus sí los creen, hablan con ellos en sueños y cualquiera te sorprende con historias de contactos que harían las delicias de cualquier médium castizo. ‘Mis ancestros me salvaron de la muerte’, me diría un señor en Nazareth, ‘los paramilitares vinieron a matarme pero huí con mis padres de madrugada porque soñé lo que pasaría’. Las frases son sinceras, realmente creen que han hablado con sus difuntos, y tal vez sea cierto y este escepticismo mío no sea sino el clásico descreimiento occidental.

Dos perspectivas de Japirre, o el Cabo de la Vela


Llegar a Nazareth ha sido una prueba de fondo y de paciencia. Además, no hay hoteles. Los vecinos te invitan a colgar una hamaca en cualquier patio y a dormir cuando se pone el sol y levantarte cuando se les apetece a las gallinas. En Nazareth se encuentra el hospital, el único hospital de la región, dirigido por Ramiro, un carismático médico paisa, de Medellín, que lleva treinta años en territorio wayuu. ‘Cuando llegué venía un paciente cada dos días porque no se fiaban de nosotros’, asegura detrás de su larga barba blanca, ‘ellos tienen su propia medicina, administrada por los Piachi, sus curanderos tradicionales, pero con el tiempo, y con mucha paciencia, vieron que sí éramos capaces de mejorarles en algunas enfermedades, hemos conseguido que retroceda el sarampión, la polio, la hipertensión, aunque, eso sí, hay enfermedades que no sabemos cómo tratar y son sus propios curanderos los que consiguen resultados espectaculares que nosotros no podemos ni entender’. 

En el hospital de Nazareth
Ramiro ha levantado el hospital con sus propias manos y conoce tan bien a los wayuus que ha entendido que para que rompan su suspicacia sólo se puede hacer a través de médicos wayuus. Los indígenas consideran a la enfermedad como algo sobrenatural, enviado por fuerzas superiores, y el piachi, además de manejar hierbas y plantas locales, se comunican con los espíritus. Por eso es tan importante que los médicos sean bilingües. ‘Para ellos no es lo mismo contarle sus males a un civilizado, como nos llaman a los occidentales, que a uno de ellos’. El acuerdo es tan grande que el hospital tiene un patio trasero donde los wayuus provenientes del interior duermen en hamacas y reciben a los piachis: no están acostumbrados a las camas, no terminan de fiarse de la medicina ‘civilizada’. El cambio es grande: ahora se acercan hasta cien pacientes al día aunque muchas veces los piachis, en palabras de Ramiro, consiguen mejores resultados en según qué enfermedades. En una hamaca se recupera un paciente wayuu, sus pies colgando, las zapatillas hechas con goma de neumático usado, a la sombra, una sonrisa le cruza la cara.

Gasolinera Wayuu en La Uribia
En un mercado wayuu
Los sueños, soñamos con los familares muertos, nos hablan de cómo será aquello, visitan sus sepulcros, se comunican con ellos, entre ellos el Palabrero, el Juez wayuu, que es el que lleva la palabra, el intermediario que pone fin a los conflictos, que evita guerras y peleas, no se levanta hasta que se llegue a un acuerdo, y su labor acaba con un pago, generalmente en chivos. Colombia y Venezuela no intervienen en los problemas legales de los wayuus, ellos administran su propia justicia gracias a un sistema legal propio basado en la figura del Palabrero. El Palabrero acude a los lugares donde se plantea un conflicto, media entre las familias, discute, apacigua ánimos y , finalmente, da su veredicto, que es de obligado cumplimiento. La sentencia otorga la razón a una de las partes y obliga a la otra, generalmente, al pago de un número de chivos y a cumplir la pena. Ricardo Enrique Suárez es Palabrero, un palabrero ya anciano y con décadas de impartir justicia a sus espaldas. Gente como él han mantenido vivo un sistema que aceptan los gobiernos de Colombia y de Venezuela sin cortapisas. Una justicia distinta a la de los Arijunas, los ‘civilizados’, que es un modelo en dos países con unos sistemas de justicia más que deficientes.

Los sueños sirven como anuncios para evitar que el tren los atropelle


El pueblo Wayuu es un matriarcado en el que el distintivo de raza viene dado por la sangre materna. La raza se transmite matrilinealmente y todo se hereda por vía materna. ‘Yo no heredo las propiedades de mi padre’, me cuenta Conchita Ospina en su refugio del Cabo de la Vela, ‘sino lo de mi madre y lo de mi tío, el hermano de mi madre: lo de mi papá lo heredarán mis sobrinos y yo daré mi apellido’. El cambio de mentalidad hay que asumirlo: los hijos de dos hermanas no pueden casarse porque sería incesto: son primos pero wayuus con la misma sangre. En cambio, los hijos de dos hermanos sí pueden casarse: son primos pero no son wayuus.


Internado indígena de Nazareth


 Conocí a los wayuus una tarde de hace ya demasiados años en el barrio de la Candelaria, en el centro de Bogotá. Interpretaban una danza ancestral, la Yonna, un extraño baile en el que las chicas, vestidas con las mantas tan clásicas en las wayuus, perseguían a un chico con pasos que intentaban parecerse a los que darían animales salvajes. Con ese baile los despido, con el colorido baile de la Yonna, con el pueblo que sueña con sus espíritus y que espera un paraíso lleno de agua.





























© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

De aquel viaje salió un video llamado 'Wayuu', ahí podéis ver el trailer del documental que se emitió en Señal Colombia.





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