martes, 31 de julio de 2012

Viaje a Birmania: en el reino de Bagan



Entre los siglos XI y XIII los súbditos del reino de Pagan construyeron catorce mil edificios religiosos en un área de ciento cuatro kilómetros cuadrados. Dicho de otro modo: durante doscientos cincuenta años, los habitantes del reino de Pagan construyeron diez mil templos, mil estupas y tres mil monasterios en un área equivalente a la ciudad de París, a la de Barcelona, al barrio de Manhattan, similar al término municipal de Navalcarnero, en Madrid, o exactamente el mismo que Villafranca de los Barros, en Badajoz. Y así, concentrados hasta atorarse, los catorce mil edificios religiosos de Bagan convirtieron a la extensa planicie en un centro religioso inigualable en el centro de Asia, un lugar donde coexistían el budismo Theravada con el Mahayana y el Tántrico, las escuelas hinduistas de Vaishana y Shivaismo y los cultos animistas de los habitantes más antiguos. 




Bagan desprendía rezos y oraciones, por sus calles se respiraba santidad y paz, dicha espiritual y paciencia sabia. Hasta que en 1287 el imperio colapsó, dicen que por las invasiones mongoles, y el increíble centro religioso del reino de Pagan languideció hasta quedar convertido en lo que es hoy, un lugar de peregrinaje para los más devotos, y de asombro para los despegados. Cuando lo visité, en algunos templos se afanaban arqueólogos limpiando paredes, descifrando enigmas y reparando grietas, las grietas del tiempo más que de los saqueos porque, y sólo en el siglo XX, el antiguo reino de Bagan sufrió más de cuatrocientos terremotos. 














Pero se afanaban casi que en vano porque eran contados, contadísimos, y la magnitud de la tarea era, y es, titánica. El gobierno militar de Yangon, la rebautizada ciudad de la también rebautizada Myanmar, no ayuda precisamente a evitar que se le desmorone uno de los más bellos legados de la Antigüedad. De aquellos edificios hoy sólo quedan dos mil doscientos veinticuatro, un número que se antoja lejano pero que plantea la terrible duda al visitante de cómo comenzar a disfrutar de este disparate arquitectónico. Hasta donde abarca la vista se intuyen templos y cuando acaba de subir exhausto a uno de ellos se da cuenta de que la tarea es inabarcable. Por sus calles transitan carros tirados por bueyes, corren niñas como palos y desfilan mujeres con el rostro embadurnado en tanaka, la pasta embellecedora que además protege del sol. La vida en Bagan, ese es su nombre hoy y no Pagan, es de lo más rural y apacible. Un lugar alejado del bullicio turístico de otros enclaves fundamentales en Asia, como el templo Jemer de Angkor Vat, en Camboya, o Borobudur en Indonesia: la dictadura que ha torturado la vida de la premio nóbel  Aung San Suu K  cerró de tal modo el país que apenas un puñado de turistas intrépidos se acerca a esta maravilla. En un solar se celebra un teatro y la explanada se abarrota de curiosos que casi no ven el drama que se desarrolla en el escenario. Gritan al unísono, ríen a la vez, se apenan colectivamente, el espectáculo no está arriba: está abajo, en el público, no quiero ni pensar que les proyecten una película de ciencia ficción.


saliendo de misa, como el que dice


Todo comenzó con el rey Bagan Anawarahta, un rey guerrero que conquistó el reino de los Mon, fervientes budistas de la rama Theravada, un rey sensible con las cosas de su reino y, finalmente, un rey susceptible de sentir el influjo de las cosas nuevas. Entre los treinta mil prisioneros Mon que Anawaratha hizo en sus batallas, se encontraba la familia real pero también artesanos, constructores y religiosos y el sensible rey sintió la llamada de Buda. Con ellos estudió las treinta y dos copias de la biblia Theravada, el Tiitaka, gasolina para el fuego sagrado que el monarca sentía en su interior. El budismo se estableció sin lugar a dudas y sus sucesores empeñaron también sus vidas en propagar y fijar la buena nueva. Kyanzittha, que debió ser el nieto de aquel guerrero tan sensiblón, creó la fama del reino, a modo de lema turístico del momento, 'Bagan, la tierra de los cuatro millones de pagodas', una exageración que no dejaba de asombrar al visitante cuando descubría que no eran tantas pero sí un montón, y que el laborioso pueblo que levantaba templos como loco tenía también un sistema muy refinado de regadío para los extensos campos de arroz y una sociedad de lo más civilizada. Aquí puedes encontrar más datos sobre aquellos tiempos: Arquitectura oriental (en inglés)




La historia sugiere, porque ni siquiera esto es seguro, que la invasión de los mongoles derribó el sueño cuando los invasores exigieron el pago de unos tributos que los súbditos de Bagan no podían hacer frente y tuvieron que derribar unos seis mil edificios para amurallar el recinto. Y total para nada porque los mongoles entraron igualmente, tomaron la ciudad y observaron atónitos el gran trabajo que habían hecho sus conquistados. Tanto les gustó, que apenas estropearon nada y la mayor parte de los daños que han llegado a hoy los hicieron sus propios constructores levantando la muralla de contención. Al menos nos queda un sinfín de templos y pagodas y estupas con las que detenerse a mirar las complicadas pinturas que adornan sus paredes interiores, dibujos que los artesanos locales copian en lienzos que parecen pergaminos y que venden a los pocos turistas por unos pocos dólares. 

vendiendo copias de las pinturas de los templos



Budas sentados, dragones entrelazados, mujeres recogiendo flores, escenas de la vida del santísimo en las que transcurre una vida que parece lejana e idílica. Pero es que fuera así lo pareciera: de aquella ventana asoman tres jóvenes con túnicas naranjas, de aquella puerta sale un humo que delata a una olla y una familia espera sentada a la sombra, las pagodas parecen aún vivas, en su ruina, y habitadas, en su decadente esplendor.

Los templos están vivos y son los vecinos quienes les insuflan esa vida

El hombre que tiene miedo, busca refugio en los montes, en los bosques sagrados o en los templos. Sin embargo tales refugios no sirven, pues allí donde vaya, sus pasiones y sus sufrimientos lo acompañarán. Buda 


©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com














sábado, 28 de julio de 2012

Viaje a la Amazonía: con los Jiw del Guaviare


Una maloca de los Jiws con la base militar El Barrancón al fondo

Base de antinarcóticos del Guaviare junto a El Barrancón

Junto al río Guaviare, cerca del municipio de San José, se levanta la base escuela de elite El Barrancón, una escuela de fuerzas especiales rurales, los boinas verdes para los EEUU, un lugar donde se adiestran oficiales colombianos y de hasta otros veinte países. El lugar es idóneo para estos entrenamientos porque el clima, el entorno y la selva húmeda presenta las características de todos los futuros teatros de operaciones de Latinoamérica y hasta del África. Y, además, el sitio es bonito, con caudalosos ríos, tupidos bosques y hasta la oportunidad de foguearse en algún combate con los guerrilleros de las FARC, que tienen sus bases no muy lejos, selva adentro. En la escuela también se entrenan militares de la US Especial Force porque, dicen los datos de las instalaciones, dentro se desenvuelven más de cien instructores especialistas en comandos SEAL o unidades LURP (los célebres Rangers), entre otras, que operan infiltrándose en territorio enemigo. Un lugar que inspira respeto porque durante muchos años fue el escenario idóneo para poner en práctica las nociones aprendidas en la escuela de las Américas y sólo evocar esa escuela pone los pelos de punta a muchos en este continente. Unas instalaciones que utilizaron, por cierto, los paramilitares que cometieron una de las más horribles masacres de la historia de Colombia (que ya de por sí tiene una historia larga en masacres), y que no es otra que la de Mapiripán (La masacre de Mapiripán)

Viajando en una pick up con los guayaberos


El problema de la base militar de El Barrancón es que su destino debía de ser otro. Otro radicalmente distinto. El Barrancón era un resguardo indígena en el que vivían, y aún viven, los Guayaberos, o Jiw, en su propio idioma. Según denuncian los mismos Jiw, 'a veces encontramos artefactos abandonados, esquirlas y casquillos de bala en las chagras y yuqueras'. Los indígenas aseguran encontrar trampas en sus fincas, minas en sus caminos, restos de artefactos en sus patios. El 20 de febrero de 2007, por ejemplo, una joven llamada Nubia Díaz recogió algo que encontró en el suelo y perdió las piernas, un suceso que fue noticia en todo el país por el sinsentido de una etnia condenada eternamente a vagar. A ella, a Nubia, no la vi pero sí vi a las niñas guayaberas caminando pesadamente a primeras horas de la mañana, desde sus malocas junto a la base militar hasta el centro del pueblo. 'A veces se paran junto a la base, ya sabe usted', me comenta la concejala de asuntos sociales de San José, 'para conseguir dinero...'. Los guayaberos son serios, te miran con cierta desconfianza y a distancia, los que conozco están en un descampado caluroso, aplastados por el sol, elaborando grandes tortas de yuca, en algunas chozas incluso se anuncian llamadas telefónicas. En la ciudad los ven como seres extraños, con propensión al alcohol y la pelea ellos, sucias y dispuestas a prostituirse ellas. 

Estos son los guayaberos y estas son sus caras



Pero su historia es más que triste porque los Jiw eran nómadas del gran desierto verde, la jungla. Primero sufrieron la guerra de los Mil Días, luego la revolución, los años de la Violencia (La Violencia), la llegada de los colonos, las grandes plantaciones de marihuana, los cazadores de pieles, los sembrados de cocaína, los frentes 1 y 7 de las FARC, el bloque Centauro de los paramilitares, los ganaderos con sus miles de vacas, los soldados. Y, por supuesto, las bases militares. Por el camino quedaron muchos, asesinados, secuestrados y desaparecidos, a veces en ese orden. 'La guerrilla dice que ellos son el ejército del pueblo, que ellos mandan y nos hacen hacer trabajo forzado, o si no nos maltratan o nos matan'. Los testimonios como ese son comunes: aquel muchacho huyó de su pueblo cuando supo que lo iban a matar, aquel señor se escapó cuando vio que mataban a un vecino, aquella familia llegó hace unos meses y todavía no se maneja muy bien en un territorio sin caza ni bosques. Hoy viven dedicados a pillar lo que encuentren, ellas a buscarse la vida en la ciudad o a elaborar artesanías jiw de barro cocido, ellos a deambular en busca de no se sabe bien qué cosa. Me recuerdan a los Nukak Makú, sus vecinos (Mi visita a los Nukak Makú





Y entonces la guerra alcanzó toda su crudeza en la región: los paramilitares se enfrentaban a los guerrilleros y viceversa, los narcos se adueñaron de lo que no pertenecía a ninguno de ellos, algunos paramilitares se convirtieron en bandas comandadas por personajes tétricos como alias 'Cuchillo', y la situación empeoró. 'Cuando veníamos de los resguardos de río abajo, nos decían que éramos de la guerrilla y cuando subíamos nos acusaban los guerrilleros de llevar información al ejército o a los paramilitares...'. Entre todos lo mataron y el pueblo guayabero, enterito, tomó la decisión de emigrar. Dejaron atrás sus territorios, sus zonas de caza, sus santuarios de pesca y cambiaron su particular paraíso por un secarral junto a unos tipos que juegan a la guerra y unos vecinos que los consideran poco menos que perros de la selva.


Cocinando fariña
Junto al cochambroso asentamiento de los Jiw se encuentra el polígono de entrenamientos y los indígenas van con miedo a mariscar. A buscar agua, a lavar la ropa, a bañarse. Todo con miedo. Los guerrilleros llegaron a imponerles multas por cazar de noche sus animales habituales y de día era la policía la que les multaba si cazaban especies protegidas. Desorientados y malhumorados, los guayaberos sobreviven en una especie de indolencia colectiva, con miedo a unos y otros, una etnia desplazada en su totalidad de sus tierras originales. 



Según el INCODER son algo más de mil cien individuos, procedentes de las riberas del río Ariari, aunque llevan décadas sin poder acercarse por el conflicto armado. Cazadores y pescadores, los jiw son también conocidos como mitua o canima, vivían en grandes casas colectivas, donde convivían hasta veinte personas que dormían colgadas en chinchorros (hamacas) en una suerte de distribución vertical, con los niños arriba y los padres abajo, desplazándose conforme los cultivos se acercaban a sus tierras. Son indígenas amazónicos, de esos que usan el yagé, o ayahuasca (link: mis experiencias con la ayahuasca) y que levantan casas llamadas Peilaba para las mujeres menstruantes y las próximas al parto. Los guayaberos han entrado en esa categoría de etnia fuertemente amenazada, con su lengua entre las cinco con más posibilidades de desaparecer en unos años, unos seres que han pasado de vivir en un pequeño paraíso junto al río Guayabero, que les terminó por dar el nombre con el que los conocen los hombres blancos, a vivir en un caluroso infierno, junto al río Guaviare. 



Para conocer más sobre los jiw: Los jiw, o guayaberos


 © José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com





























domingo, 22 de julio de 2012

Viaje a la cuenca minera: con los mineros del carbón






El 4 de octubre de 1934 los mineros de Asturias tomaron el control de la cuenca minera, instauraron en Oviedo una república socialista y las armas, escondidas en caletas, pasaron de mano en mano. El cuartel Pelayo, en el que se encontraban acantonadas las tropas nacionales, cayó en un asedio permanente, la revuelta  se extendió a Mieres o Langreo y las iglesias y los puestos de la guardia civil ardían con altas columnas de humo. En apenas diez días los revolucionarios alcanzaron la nada despreciable cifra de 30.000 efectivos, mineros muchos pero también obreros que simpatizaban con ellos. Bajo la Revolución de Octubre se cometieron tropelías como el asesinato y secuestro de empresarios y comerciantes, excusados por historiadores como Paul Preston como ajenos al espíritu de la revolución en sí, pero denunciados por los opositores como inherentes al espíritu revolucionario. 


La república popular se planteaba enviar una marcha de mineros a Madrid pero en la capital se tomaban otras decisiones y el ejército hizo acto de presencia con barcos de guerra y tropas regulares del norte de África. El resultado final fue de unos dos mil muertos, trescientos de ellos miembros de las tropas españolas, y más de mil quinientos opositores, unas cifras que bailan de unas fuentes a otras. Los soldados regulares cometieron tortura, fusilamientos, decapitaciones, asesinatos en vías públicas y el gobierno ordenó la censura sobre las noticias que provenían de la region. Por el lado revolucionario asesinaron a una cincuentena de sacerdotes y la ciudad de Oviedo casi destruida. El diario ABC del 16 de octubre calificaba a los insurrectos asturianos como “escoria, podredumbre y basura” que roe las entrañas de la Patria; son “chacales repugnantes que no merecen ser ni españoles ni seres humanos”. La entrada en el gobierno de tres ministros de la CEDA no pudo ser más polémica ni tener peor pie. La izquierda vio un paso definitivo al fascismo que ya reinaba en otros países de Europa. La derecha lo consideró un paso definitivo al comunismo que ya reinaba en otros países de Europa. Y la Cuenca minera ardió en una extraña comuna asturiana.






Casi ochenta años después, mineros y los guardias civiles siguen dándose tortas, la prensa sigue diciendo cosas similares, el futuro de las minas sigue amenazado, los mineros siguen marchando a la capital del reino, Madrid, y la censura cae sobre el tema como si los antiguos miedos a que la protesta se extienda sigan siendo los mismos. Asomado a  la ventana de un humilde edificio un niño grita improperios. 'Hijos de puta', dice, 'fuera de mi pueblo'. Los ‘hijos de puta’ están justo abajo, son antidisturbios de la guardia civil y persiguen a los mineros declarados en huelga, que acaban de cortar una carretera. 'Cuando yo era pequeño mi padre se pasaba meses de huelga, hasta seis, imagine usted si estamos acostumbrados a plantar cara'. Quien habla así está encerrado en la diputación de León, también es minero y protesta por lo que considera la muerte del sector del carbón. El niño asomado a la ventana que lanza improperios a voz en grito está lejos, al pie de las montañas, en el pequeño pueblo de Ciñera, en la cuenca minera de la provincia de León. 




Apenas una hora antes los mineros en huelga habían cortado el tráfico en la Nacional 630, los mineros locales, se entiende, los vecinos del pueblo. Sobre el asfalto aún humean los restos de una hilera de neumáticos. A unos metros yacen piedras, desordenadas. Un poco más allá, contenedores de basura sirven de parapeto a los mineros alzados. Se cubren el rostro con pasamontañas, pañuelos, cascos de motoristas, sujetan en sus manos tirachinas, manojos de cohetes, pirotecnia en general, tubos desgastados que utilizan a modo de bazookas. Se cubren los rostros porque, mezclados con ellos, los periodistas pasean tensos, hacen fotos, charlan entre ellos. También hay mujeres, mujeres del pueblo, mujeres que llevan camisetas negras con lemas alusivos a la minería, mujeres que gritan enfadadas recordando otros cortes de carretera y otras cargas policiales. 'No respetan nada', dice una señora, 'entran por el pueblo como si fuera de ellos y arrasan con todo'. Otra me mira con suspicacia: ¿y tú quién eres?. Le explico que soy periodista pero que no estoy ejerciendo porque estoy de vacaciones aunque el gusanillo me puede y quiero ver lo que vaya a ocurrir en directo. 'Pues muy valiente vas', me dice la señora con un gesto de guasa mientras me señala al resto de la prensa: la mayoría lleva casco de moto, chalecos reflectantes y protecciones para los golpes. 



En una sala de la diputación de León seis mineros duermen desde hace semanas. Amontonados, junto a las paredes, sacos de dormir, bolsas, restos de comida. A la hora de hablar, amables pero firmes en sus teorías, los seis se sientan junto a una larga mesa y me reciben con simpatía. Uno de ellos me dice: 'en este conflicto los mineros hablamos con una sola voz'. Y con este aviso recorrí la cuenca minera de León y Palencia, corrí delante de los antidisturbios en Ciñera, recorrí los dos kilómetros que separan Velilla del Río Carrión de Guardo con mineros que apretaban el paso iluminados en la noche tan sólo con sus cascos de trabajo, subí al monte con las mujeres de los mineros de la cuenca de Gordón y conversé con los compañeros de los mineros que llevan semanas encerrados a seiscientos metros en el pozo de Santa Cruz del Sil. Y, ya de vuelta, tuve que darles la razón a los seis mineros que siguen encerrados en aquella habitación de la diputación de León: hablan con una sola voz. Y de ahí surgió la idea de escribir un reportaje sin nombres, una idea que va contra el concepto mismo de reportaje, porque en la localización de lugares y personas es donde se edifica este tipo de trabajo periodístico. Pero como esto es un blog y uno en un blog improvisa lo que le da la gana y no tiene que ajustarse a ninguna norma más que la honestidad consigo mismo, escribo un reportaje sin nombres pero sí con caras, y no pongo nombres porque, recordando lo que dicen los mineros encerrados en la diputación de León, ‘los mineros hablan con una sola voz'.


Una voz que se apaga, eso sí, porque veinte años atrás eran cuarenta y cinco mil los que extraían veinte millones de toneladas de carbon. Hoy son cuatro mil y apenas sacan nueve. Un ejemplo: Hunosa, que llegó a tener en Asturias a más de veintiséis mil trabajadores, hoy tiene mil ochocientos y nunca ha llegado a tener beneficios económicos. El problema hoy surge en la Unión Europea, que ha prohibido las ayudas a las minas que no sean rentables a partir del 2018. Una muerte anunciada. Pero también una muerte acelerada porque el gobierno, inmerso en su particular descenso a los infiernos, ha decidido adelantar el deceso y restarle un sesenta y tres por ciento así de repente. Los mineros, que ya veían el horizonte con negros nubarrones, se sienten ahora traicionados porque la ejecución que se les anunció para dentro de unos años se les adelanta a ya mismo: ciento noventa millones menos para este año.


'Si hay que montar una guerra civil, pues se monta'. Los mineros encerrados en la diputación de León consideran que ya no tienen nada que perder. Algunos escaparates de los comercios de León tienen carteles de apoyo a los mineros. En Pola de Gordón son muchos y en Velilla son todos. Los mineros de Palencia mantienen también el ánimo alto. En Velilla caminan hacia la estatua al Minero, en la cercana localidad de Guardo. Marchan de noche, caminando con sus cascos encendidos, sus mujeres los acompañan, los niños también, los abuelos mantienen apretado el paso, un paso acelerado que me hace respirar atolondrado. Ante la estatua cantan el himno de Santa Bárbara, hay quien increpa al ministro de industria, Juan Manuel Soria, convertido en el centro de la diana minera. ‘Esta region se muere sin carbon porque come el panadero, el de la tienda, el del taxi, el del bar’, comenta un minero mientras se coloca el casco. ‘Joder’, exclama, ‘está caliente, esto ha estado trabajando hasta ahora mismo…’


En una esquina de Ciñera unos muchachos han colocado una barricada con contenedores. Uno apunta un tubo cargado con cohetes de pirotecnia hacia la posición de los antidisturbios, otro hace los cálculos de trayectoria, da la orden y fuego. El proyectil sale zigzagueante. En el bar una mujer comenta que alguien ha traído pelotas de ping pong. Otra le corrije: no, dice, son de golf. Yo no llego a verlas pero la policía anuncia al día siguiente que les han atacado con pelotas de golf y que entre los detenidos hay ajenos a los mineros sin más implicación que una creciente frustración contra el gobierno: son parados de larga duración. Me acerco a los muchachos de la barricada pero alguien grita y salen corriendo: los antidisturbios contratacan y salgo con ellos de puro miedo. Ciñera es Fuenteovejuna y cualquier vecino tiene las puertas abiertas para los manifestantes. Los antidisturbios corren tras sombras que se introducen en portales, que desaparecen en los patios de las viviendas, corren con sus armas preparadas, disparando pelotas de goma que rebotan en las paredes de las viviendas, que se cuelan en algunas de ellas, que despertaron de su sueño a una vecina enferma y cuyos familiares se desgañitan ahora en una ventana a base de improperios irreproducibles incluso en ambientes degenerados. De un portal salen varios mineros sudorosos mientras un helicóptero sobrevuela el pueblo localizando insurgentes. Los GRS están apenas a cinco metros pero no pueden verse.'¿Dónde están?', me preguntan pero no me da tiempo a responderles: los mineros notan que los antidisturbios recorren la calle y se esconden en el sótano. En una esquina se produce otra escena: los GRS han detenido a un joven que cargaba un bazooka artesanal. 






El joven lleva un casco de moto y nadie puede determinar su identidad. Luego todos comentan que los GRS le han dado una paliza en la carretera pero yo no he podido verlo. En un video casero se ve a un detenido sangrando por la cabeza. Me refugio con algunos alborotadores en la casa de una familia, que nos abre las puertas amablemente: nuevamente Fuenteovejuna. En la cocina, protegida por un colorido visillo, la abuela cabecea muerta del miedo. ‘Tiene más de noventa años y este jaleo la descoloca’, dice el dueño de la casa. Y no es para menos porque cada pocos días Ciñera deja a un lado la tranquilidad de sus montañas y se convierte en un remedo de Oriente Medio. Cohetes artesanales, fuegos artificiales, gente corriendo, antidisturbios disparando a discreción, mujeres gritando, vecinos en los balcones increpando a los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado. Un GRS también me increpa: ‘ya sabemos lo que quereis, os conocemos, nada más que nos sacais fotos dando cera a nosotros’. El camión de reparto del pan pone una nota surrealista cuando pasa pitando para anunciar que él vende aunque se hunda el pueblo. En una esquina una mujer se contonea y una vecina dice que es su esquina y que no se la van a quitar. Los GRS la conminan a quitarse de la línea de fuego.


Los GRS se sienten en una encerrona en la que ven como enemigo incluso a la prensa, el helicoptero sobrevuela el pueblo localizando alborotadores, en las laderas de las montañas aparecen antidisturbios y los reciben con cohetes que sobrevuelan borrachos el aire puro de la montaña.



Por la noche las mujeres de los mineros, las mismas que vociferaban desde las ventanas o plantaban cara a los antidisturbios en la calle, salen en peregrinación a una capilla excavada en la boca de un pozo. 'Venga', me dicen, 'está ahí al lado'. Cuarenta minutos más tarde, de noche cerrada ya, llega una gran columna de mujeres con cascos encendidos a su destino. Cantan el himno de Santa Bárbara, me avergüenza que las abuelas me lleven delantera, corren que se las pelan pero me admira su determinación. Algunas ya vivían en el 34, cuando sus madres protagonizaron escenas parecidas. Las demás son hijas, nietas, bisnietas y hasta tataranietas de aquellas mujeres que tomaron el mando de una revolución en la que algunos se ven reflejados. 



'Si tenemos que convertir esta protesta en un remedo del 34, lo haremos', dice un compañero de los encerrados en el pozo de Santa Cruz del Sil, donde siete mineros llevan meses tres kilómetros en las entrañas de la tierra. ‘Lo echamos a suertes y les tocó a ellos así que al resto nos toca esperar aquí fuera’. ¿Y cuándo vienes tú?, le pregunto. Pone cara de travieso y dice: ‘cuando no estoy haciendo el gamberro por ahí…’. El chaval es simpatico, tiene puesto su objetivo, a partes iguales, en la revolución del 34 y en largarse con su novia a Torrevieja y buscarse la vida en el Mediterráneo. ‘Los alemanes han descubierto ahora que el carbon es rentable y están abriendo pozos nuevos… ¿no será que quieren que las cerremos nosotros para vendernos ellos el suyo?...’ Estados Unidos y China ponen cara a una demanda creciente que la Agencia Internacional de la Energía cifra en un 65% más en los próximos años. ‘Y encima dicen que somos unos privilegiados que cobramos una fortuna’, dice otro, ‘pues que me digan dónde porque yo no paso de los 1.300 euros, que soy de subcontrata…’. Eso les comento: en un bar de León el dueño me los puso a parir mientras los tildaba de subvencionados y chupópteros. ‘Pues que vaya a la mina él, a ver si le gusta escupir trozos de pulmón antes de cumplir los cincuenta’.


‘Cualquier día ocurrirá una desgracia y se le romperá la cabeza a uno’, cuenta uno de los mineros encerrados en la diputación de León. ‘Y si eso ocurre, que sea de ellos porque para morirme de hambre en mi pueblo, mejor como gratis en la cárcel'.

©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

































































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