martes, 26 de junio de 2012

Viaje a la Guajira: entre wayuus


Grupo de baile wayuu antes de danzar la típica Yonna



En 1933 Henri Charriere, más conocido por el Papillon de su novela y de la película interpretada por Steve McQueen, se escapa de una insalubre prisión en la Guayana francesa y llega a pie hasta la desértica región de la Guajira, en el norte del continente sudamericano. Además de sus múltiples peripecias con leprosos, monjas traidoras y una simpática pareja británica, Papillon conoce a los indígenas de la región, los Wayuus, encuentra el mito del buen salvaje, que tanto soñó Rousseau, y se enamoró de dos hermanas, a las que convirtió en sus esposas. ¡Un sueño para un tipo de los bajos fondos escapado de una de las peores cárceles del planeta, la conocida como Isla del Diablo! ¡Tanto que lo único que llegó a balbucear, recordando los felices tiempos en la Guajira, fue que allí experimentó ‘la forma más pura del amor y la belleza!


No diría yo lo mismo de la Guajira, un secarral inhóspito incluso en época de lluvias, un desierto árido y desapacible, a cuyo corazón llegué encaramado sobre un camión de carga, rodeado de indígenas locales, los wayuus, y en la peor época posible: la de lluvias. El viaje debía llevarnos seis o siete horas, según el conductor, pero dos días después seguíamos allí, en mitad de un desierto convertido en barrizal por las cuatro gotas que caían de cuando en cuando, inmovilizados en un gigantesco charco de lodo, asediado durante la noche por los ronquidos de ranas que parecían búfalos y por las desagradables memorias de los viajeros. 

El camión que debía llevarnos en siete horas tardó tres días
‘Una vez entramos en un ranchito porque se nos hizo de noche’, me contó una chica, ‘y en el interior la familia estaba sentada a la mesa, con la cena puesta: ninguno tenía cabeza…’ Durante muchos años, toda esta zona estuvo sometida a la violencia indiscriminada de Jorge 40, el alias de Rodrigo Tovar, uno de los más sanguinarios y crueles paramilitares, comandante del Bloque Norte y hoy encarcelado en los EE.UU acusado de narcotráfico y del asesinato de 600 personas. ¡¡Seiscientas personas!! Los wayuus se estremecen al escuchar este alias, sienten escalofríos, se les oscurecen sus ya oscuras miradas y dejan traslucir un sentimiento inaudito en ellos: lo odian.


Y eso que los wayuus han visto de todo y han sobrevivido a todo. Hace ahora quinientos años, los españoles colonizaron la zona como entrada al continente sudamericano, levantaron una ciudad, a la que llamaron Nuestra Señora de los Remedios, y vivieron acuartelados, sedientos, siempre en busca de agua y asediados por los wayuus, que los acribillaban a flechazos a la mínima oportunidad. En diez años tuvieron que abandonarla, hartos de pasar sed y de las flechas, y fundaron Ríohacha, algo más al oeste. Los wayuus siguieron en la región, y allí siguen hoy, recordando a Rodrigo de Bastidas y a Simón Bolívar y a Francisco de Miranda y a Papillon, visitantes ocasionales dispuestos siempre a escapar del paraíso seco de los wayuus.

Niños wayuus

Conchita Ospina teje un chinchorro
 Los wayuus suman hoy alrededor de trescientos mil indígenas, la mitad en Venezuela y la otra mitad en Colombia, súbditos de la patria Wayuu y con la facultad de la doble ciudadanía. ‘No somos ni colombianos ni venezolanos: somos wayuu’, corrobora Conchita Ospina, una de las más reconocidas artesanas de la patria wayuu. ‘Somos la etnia más numerosa de los dos países, de Colombia y de Venezuela, y pasamos la frontera sin problemas porque estamos aquí antes de que esos dos países se constituyeran en el siglo XIX, y somos tan iguales que la sequía que tenemos aquí en Colombia es exactamente la misma que tienen en Venezuela’. Los wayuus viven dispersos, dedicados sobre todo al pastoreo, aislados en chozas que llaman rancherías muy separadas unas de otras, para no confundir los ganados, encerrados en un mundo propio con su propia lengua, el wayunaiki. En los últimos años, los wayuus colombianos han emigrado en masa a los alrededores del lago Maracaibo, atraídos por las buenas condiciones de vida que les ofrece el régimen de Hugo Chávez, y espantados también por las masacres que cometían los hombres de Jorge 40, entre otros. Pero en el lado colombiano está el lugar más sagrado de los wayuus: Jepirra, o Cabo de la Vela, según el bautismo español, el paso obligado para todos los espíritus wayuus, el lugar donde el alma del guajiro comienza su viaje a través del cosmos.


Hoy Jepirra, o el Cabo de la Vela, ofrece un espectáculo desolador, sus aguas caribeñas erizadas por la brisa, los fondos marinos espectaculares, las chozas de los indígenas esperando que los pocos turistas que se aventuran hasta la región, principalmente mochileros, llenen sus chinchorros (coloridas hamacas que tejen ellos mismos). ‘Cuando el wayuu muere’, continúa Conchita, vecina de la ciudad, ‘viene aquí, muera donde muera, y su alma deambula hasta llegar a Jepirre, donde tomará fuerza para su posterior y último viaje’. El paraíso Wayuu no deja de ser curioso: un lugar calcado a la tierra, donde el wayuu seguirá teniendo la misma vida que aquí abajo, ‘el que es rico, seguirá siendo rico, y el que no, pues igual, pero siempre habrá agua, no se conoce la sequía y nunca le faltará de nada…’. Un paraíso acuoso, con el agua saliendo por las orejas, la felicidad en forma de saciedad, de enguachinados eternos. Un paraíso compuesto por manantiales y chinchorros y hamacas y bolsos y todas las hermosas artesanías que con tanto estilo tejen y tejen las mujeres wayuus a todas horas. Incluso en los colegios, y en los internados, las clases de artesanía alternan con las de geografía o matemáticas. La artesanía como conocimiento elemental.


A la sombra de la choza de Conchita, que también es artesana, no acabo de sentir la paz que encontró Papillon. Claro que tampoco encuentro a las dos hermanas que le hicieron perder la cabeza ni provengo de una insalubre prisión en la Guayana. Aunque sí hay paz y bienestar. Arriba, en el monte donde se suponen deambulan las almas de los muertos, sí hay brisa, un viento feroz que despeja frentes y en la que se adivinan voces espectrales, producto del mismo viento rozando las piedras. Los muertos pasan a mi lado, chocan contra mis piernas, pero no los veo, y tampoco los creo. Los wayuus sí los creen, hablan con ellos en sueños y cualquiera te sorprende con historias de contactos que harían las delicias de cualquier médium castizo. ‘Mis ancestros me salvaron de la muerte’, me diría un señor en Nazareth, ‘los paramilitares vinieron a matarme pero huí con mis padres de madrugada porque soñé lo que pasaría’. Las frases son sinceras, realmente creen que han hablado con sus difuntos, y tal vez sea cierto y este escepticismo mío no sea sino el clásico descreimiento occidental.

Dos perspectivas de Japirre, o el Cabo de la Vela


Llegar a Nazareth ha sido una prueba de fondo y de paciencia. Además, no hay hoteles. Los vecinos te invitan a colgar una hamaca en cualquier patio y a dormir cuando se pone el sol y levantarte cuando se les apetece a las gallinas. En Nazareth se encuentra el hospital, el único hospital de la región, dirigido por Ramiro, un carismático médico paisa, de Medellín, que lleva treinta años en territorio wayuu. ‘Cuando llegué venía un paciente cada dos días porque no se fiaban de nosotros’, asegura detrás de su larga barba blanca, ‘ellos tienen su propia medicina, administrada por los Piachi, sus curanderos tradicionales, pero con el tiempo, y con mucha paciencia, vieron que sí éramos capaces de mejorarles en algunas enfermedades, hemos conseguido que retroceda el sarampión, la polio, la hipertensión, aunque, eso sí, hay enfermedades que no sabemos cómo tratar y son sus propios curanderos los que consiguen resultados espectaculares que nosotros no podemos ni entender’. 

En el hospital de Nazareth
Ramiro ha levantado el hospital con sus propias manos y conoce tan bien a los wayuus que ha entendido que para que rompan su suspicacia sólo se puede hacer a través de médicos wayuus. Los indígenas consideran a la enfermedad como algo sobrenatural, enviado por fuerzas superiores, y el piachi, además de manejar hierbas y plantas locales, se comunican con los espíritus. Por eso es tan importante que los médicos sean bilingües. ‘Para ellos no es lo mismo contarle sus males a un civilizado, como nos llaman a los occidentales, que a uno de ellos’. El acuerdo es tan grande que el hospital tiene un patio trasero donde los wayuus provenientes del interior duermen en hamacas y reciben a los piachis: no están acostumbrados a las camas, no terminan de fiarse de la medicina ‘civilizada’. El cambio es grande: ahora se acercan hasta cien pacientes al día aunque muchas veces los piachis, en palabras de Ramiro, consiguen mejores resultados en según qué enfermedades. En una hamaca se recupera un paciente wayuu, sus pies colgando, las zapatillas hechas con goma de neumático usado, a la sombra, una sonrisa le cruza la cara.

Gasolinera Wayuu en La Uribia
En un mercado wayuu
Los sueños, soñamos con los familares muertos, nos hablan de cómo será aquello, visitan sus sepulcros, se comunican con ellos, entre ellos el Palabrero, el Juez wayuu, que es el que lleva la palabra, el intermediario que pone fin a los conflictos, que evita guerras y peleas, no se levanta hasta que se llegue a un acuerdo, y su labor acaba con un pago, generalmente en chivos. Colombia y Venezuela no intervienen en los problemas legales de los wayuus, ellos administran su propia justicia gracias a un sistema legal propio basado en la figura del Palabrero. El Palabrero acude a los lugares donde se plantea un conflicto, media entre las familias, discute, apacigua ánimos y , finalmente, da su veredicto, que es de obligado cumplimiento. La sentencia otorga la razón a una de las partes y obliga a la otra, generalmente, al pago de un número de chivos y a cumplir la pena. Ricardo Enrique Suárez es Palabrero, un palabrero ya anciano y con décadas de impartir justicia a sus espaldas. Gente como él han mantenido vivo un sistema que aceptan los gobiernos de Colombia y de Venezuela sin cortapisas. Una justicia distinta a la de los Arijunas, los ‘civilizados’, que es un modelo en dos países con unos sistemas de justicia más que deficientes.

Los sueños sirven como anuncios para evitar que el tren los atropelle


El pueblo Wayuu es un matriarcado en el que el distintivo de raza viene dado por la sangre materna. La raza se transmite matrilinealmente y todo se hereda por vía materna. ‘Yo no heredo las propiedades de mi padre’, me cuenta Conchita Ospina en su refugio del Cabo de la Vela, ‘sino lo de mi madre y lo de mi tío, el hermano de mi madre: lo de mi papá lo heredarán mis sobrinos y yo daré mi apellido’. El cambio de mentalidad hay que asumirlo: los hijos de dos hermanas no pueden casarse porque sería incesto: son primos pero wayuus con la misma sangre. En cambio, los hijos de dos hermanos sí pueden casarse: son primos pero no son wayuus.


Internado indígena de Nazareth


 Conocí a los wayuus una tarde de hace ya demasiados años en el barrio de la Candelaria, en el centro de Bogotá. Interpretaban una danza ancestral, la Yonna, un extraño baile en el que las chicas, vestidas con las mantas tan clásicas en las wayuus, perseguían a un chico con pasos que intentaban parecerse a los que darían animales salvajes. Con ese baile los despido, con el colorido baile de la Yonna, con el pueblo que sueña con sus espíritus y que espera un paraíso lleno de agua.





























© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

De aquel viaje salió un video llamado 'Wayuu', ahí podéis ver el trailer del documental que se emitió en Señal Colombia.





viernes, 22 de junio de 2012

Juan de Castellanos, el poema más largo de la literatura española




Dice la leyenda que Diego Salcedo era un joven capitán que atravesaba la recién conquistada isla de Puerto Rico y que llegó a un río llamado Guarabo, donde se detuvo a beber. Quiso saber el cacique Urayoán, escondido tras la floresta, si esos blancos conquistadores eran dioses o humanos y envió a unos hombres a comprobarlo. Sorprendido en su soledad, el joven Diego se vio empujado al fondo del río, donde lo tuvieron inmóvil al menos una hora. Luego, su cuerpo en la orilla, los taínos lo rodearon y observaron en silencio: si era un dios no podía estar muerto. Durante tres días lo vigilaron sin quitarle ojo y al tercero el cadáver hedió. No, no es dios, concluyeron los taínos, los blancos son humanos como nosotros y es posible matarlos. Dice la historia que los habitantes originarios de la isla comenzaron una guerra de guerrillas contra el invasor español, convencidos ya de que la victoria era posible pues no se enfrentaban a dioses.

La anécdota, poco creíble por otro lado, se convirtió en verdad inmutable durante siglos y eclipsó a su autor, un soldado de fortuna reconvertido en negrero y posteriormente en religioso en lo que hoy es Colombia. Su nombre, Juan Castellanos, un campesino vecino de Alanís, en Sevilla, el autor del poema épico más extenso de la literatura hispánica, una crónica de sus años de conquistador, de guerrero y de explorador. La obra de Castellanos, ‘Elegías de varones ilustres de las Indias’, conforma el proyecto más ambicioso en nuestra lengua, una crónica rimada de los primeros años de la conquista, casi 15.000 versos endecasílabos escritos a lo largo de treinta años de aventuras y rectificaciones. El poema, dividido en cuatro partes, es tan revelador para la historia como engorroso para el lector. Castellanos murió en Tunja, en la actual Colombia, a una edad avanzada, ejerciendo de cura.

           Juan de Castellanos (Alanís, Sevilla, 9 de marzo de 1522 - † Tunja, Colombia, 27 de     noviembre de 1607)
‘Elegías de varones ilustres de las Indias’, Juan de Castellanos, Biblioteca de Autores Españoles, Tomo IV, Madrid, 1847


© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

martes, 19 de junio de 2012

Viaje a Colombia: en los campos de la palma africana




Desde el aire los cultivos de palma Africana son hipnóticos, líneas paralelas trazadas en un fondo verde que se pierden en un fondo también verde, surcadas tan sólo, de cuando en cuando, por alguna carretera secundaria. Los enfoques y desenfoques, tanto del ojo como de la cámara, ayudan a percibirlos como cuadros impresionistas, parecen irreales pero no lo son, son muy reales, hay miles de jóvenes brotes de palmeritas de origen africano, palmeritas que ocupan hoy el espacio que les han robado a la antigua selva, la selva más selva de todas las selvas, la Amazonía, o la Orinoquía, selvas que se diluyen tras las líneas paralelas de dibujos borrosos sobre un tapete también borroso.




A ras de suelo el paisaje también se antoja inquietante, silencioso, sin apenas movimiento de pájaros, palmera tras palmera hasta un horizonte en el que un promontorio parece anunciar también que el cultivo continuará igual hasta el infinito en una horrorosa idea que termine por abarcar el planeta entero.


La carretera que une el departamento del Meta con el del Guaviare ofrece al viajero uno de los más claros ejemplos de monocultivo: en el mapa leo que hay selva pero en la realidad sólo hay palmeras. Hileras de palmeras, palmas pequeñas, medianas, grandes, palmeras que se venden en grandes macetas en comercios a pie de carretera, semillas de palmeras, palmeras, palmas y palmitos. El monocultivo ha empujado a la selva mucho más allá, donde no molesta, o más bien, donde molestan las FARC y los empresarios dedicados a esta siembra no pueden hacer su trabajo. 


El espectáculo es magnético, comparable a los grandes cafetales que se ven desde la carretera de Caldas, o a los que pueden contemplarse en los extensísimos bananales de la region de Esmeraldas, en Ecuador. O, por qué no, una imagen muy parecida a la que ofrece la provincia de Jaén, en España, tan repleta de olivos que uno se pregunta si existió alguna vez otro árbol en esas tierras. Pero sí, debió de haberlos, y del mismo modo en el departamento del Meta existieron otros árboles, recios troncos pertenecientes a selvas primarias, las del Orinoco y las de la Amazonía, árboles anárquicos que crecían en posiciones anárquicas y recorridos anárquicamente por toda especie de animal que deambulara por la zona. Hoy sólo crecen palmeras, palmeritas y palmas. La palma Africana.


La palma Africana es una planta tropical que brota alegre en climas cálidos pero que proviene originalmente del golfo de Guinea. Dicen que llegó a América a través de un viaje de Cristóbal Colón, en el siglo XVI, probablemente al Brasil, y poco más tarde irrumpió en Indonesia para colonizar también el sudeste asiático. La palma Africana agarra bien, es fuerte, puede alcanzar los cuarenta metros de altura y produce un fruto que recuerda a una almendra aceitosa: y en este epíteto, el de aceitoso, se encuentra su poder y su polemica. El aceite de la palma puede comercializarse en su forma líquida pero también como margarina, como crema, puede fabricarse jabón, detergente, cosméticos, velas y hasta lubricantes. Su producción roza el 25% de todos los aceites vegetales del mundo, sólo detrás del aceite de soja, aunque tiene una ventaja mucho mayor: para producir lo mismo que una hectarea de palma Africana se necesitan diez de soja y nueve de girasol. Una cantidad de aceite tan grande y en tan poco espacio que pronto se cayó en que podia sustituir al bien más demandado del planeta: el petroleo, la producción en masa de biodiésel. 



Un negocio redondo y que no tenía mucho misterio porque en Colombia ya crecía alegremente desde la década de los años cuarenta, cuando la United Fruit Company le dedicó una planta en el departamento del Magdalena, un cultivo que incluso fue apoyado por el gobierno en su desesperada búsqueda de un maná que acabara con las emergencias alimentarias que regularmente azotaban el país. El cultivo creció y creció y hoy son más de doscientas mil las hectáreas dedicadas a esta siembra y Colombia el quinto país del planeta con más de dos mil seiscientos millones de toneladas de aceite que producen estos simpáticos arbolitos. 



Millones de toneladas que alcanzaron dimensiones épicas en las mentes de los avispados empresarios colombianos porque el negocio era perfecto: primero se despejaba la zona de molestos guerrilleros, y con ellos, molestos campesinos, y con ellos, y en las zonas más profundas, molestos indígenas. Luego se sembraba coca, o adormidera, y cuando la tierra, exhausta, lloraba sangre verde, se dividía en grandes fincas para el ganado y para la palma africana, esta última subvencionada además por el estado. El ganado creció como por ensalmo y pronto Colombia se convirtió en el cuarto productor de América Latina. Y los cultivos de palma también crecieron, incentivados en muchos casos por las autoridades, y además, decían los empresarios, hacemos un favor porque exterminamos a esos molestos guerrilleros que hablan todavía de marxismo y otras majaderías.

Los crímenes asociados al cultivo de la palma Africana comenzaron hace muchos años: en 1995, en el pequeño municipio de San Alberto, en el Magdalena Medio, tres trabajadores fueron asesinados a tiros por miembros de la policía nacional. A partir de ahí, el goteo es incesante y los desplazamientos también. La palma se convirtió en símbolo del movimiento paramilitar, del control del territorio y de los cultivos sustitutivos de la hoja de coca. Por la palma han muerto indígenas y campesinos, guerrilleros y líderes sindicales, por la palma han matado los paramilitares y policías nacionales, y hasta militares bajo sueldo de los terratenientes, soldados que, en el colmo de la desfachatez, patrullan las grandes fincas como si fueran guardias de seguridad privados.


La Unión de Cultivadores de Palma de Aceite en el Urabá (Urapalma S.A.) es una sociedad anónima con sede en Barranquilla y dedicada a la producción agrícola en unidades no especializadas, según reza su ficha en el directorio de empresas de Colombia. Una empresa que cultiva palma africana para la obtención de aceite, un producto que podrá ser utilizado en máquinas con motor de explosión, lo que habitualmente se conoce como biodiésel. Porque el objetivo de Urapalma es, precisamente, ese: producir biodiesel en grandes cantidades. Un sustitutivo de los combustibles fósiles porque, hace unos años, se pensaba que el imperio de las gasolinas estaban abocados a un abrupto final, casi que inmediato: tanto que a los empresarios colombianos les entró una loca prisa por acaparar terrenos para sembrar la famosa palmera. 




Pronto surgieron las primeras denuncias: los empresarios, en su afán por conseguir tierras en un país que por cierto las tiene por montones, expulsaban a los campesinos de sus aldeas, a los indígenas de sus reservas, desbrozaban selva primaria, secundaria y hasta cuaternaria si fuera preciso, la sed de tierras para sembrar palma Africana alcanzó el paroxismo de las burbujas avariciosas: curiosamente coincidió en el tiempo con la burbuja inmobiliaria que volvió igualmente avariciosos a los vecinos de todos los pueblos españoles: mientras unos sembraban ladrillos, sus parientes del otro lado del Atlántico sembraban palmeras. Claro que estos últimos desplazaron a un número sin determinar de personas que terminaron engrosando las listas de refugiados en un país que lidera el rankin mundial de refugiados.






El 5 de febrero de 2008, el sindicato de trabajadores de la industria de alimentos Sinaltrainal acusó directamente a Urapalma de apropiación illegal de territorio, destrucción deliberada y masiva del ecosistema por la implementación y expansion del monocultivo de palma aceitera, violación de derechos humanos y vínculos con grupos paramilitares. Comenzaba así una pelea juridical que se reveló paralela a la pelea que se vivía en muchas regiones del país. El sindicato aseguraba que se trataba de un plan trazado muchos años atrás y que se remontaba a operaciones militares realizadas en los años noventa que habían culminado con el despeje de amplias zonas de campesinos para comenzar a principios del 2000 la siembra de la polémica palmera. El escrito de acusación hablaba también de 113 crímenes, 15 desplazamientos forzados, acciones bélicas realizadas por todos los actores del conflicto colombiano. Tirando del hilo salió que tras la firma se encuentran unos viejos conocidos de los colombianos: los hermanos Castaño, los jefes de las sanguinarios grupos paramilitares conocidos como Autodefensas. 



A mediadios de 2010, Carlos Daniel Merlano Rodríguez, asesor jurídico de Urapalma, aceptó los cargos que se le imputaban: concierto para delinquir, desplazamiento forzado e invasion de áreas de especial importancia ecológica, y Merlano además reconoció que la empresa fue creada en exclusiva para desarrollar un proyecto de Vicente Castaño, el hermanísimo de Carlos, de Carlos Castaño, uno de los mayores asesinos de la historia reciente. Para el que no conozca a Carlos Castaño, su biografía está en wikipedia: vida y obra de Carlos Castaño, pero como presentación diré que fue hombre muy cercano al narco Pablo Escobar hasta que terminaron enfrentados y ayudó a su muerte, que luego formó las Autodefensas Unidas de Colombia, la más sangrienta pesadilla paramilitar del país, que fue reconocido él también como importante narco y que estuvo detrás de los asesinatos de tres candidatos presidenciales. Su hermano, Vicente, Vicente Castaño, también fue un conocido paramilitar, narcotraficante y comandante de las Águilas Negras (un grupo de limpieza social), y llegó a recibir casi tres millones de dólares del Fondo para el Financiamiento del Sector Agropecuario por sus cultivos de palma africana, aunque no podrán pedirle cuentas porque murió en un oscuro episodio y su cuerpo nunca pudo ser recuperado. Curiosamente como su hermano, Carlos, y como su hermano Fidel, todos muertos en oscuros enfrentamientos y todos con cadaveres irrecuperables para contrastar sus óbitos…




En mayo de 2009, la fiscalía general de Colombia convocó una audiencia pública para decidir el futuro de Coproagrosur, una cooperativa de cultivo de palma de aceite del norte del país que resultó ser propiedad de un violento y asesino jefe de otros grupos paramilitares cuyo nombre aún aterroriza a los colombianos de bien: Macaco, el seudónimo de Carlos Mario Jiménez, autor confeso de la muerte de 4.000 civiles. Cuatro mil civiles.



El fundador del Foro Social Mundial, el sacerdote François Houtart estima que el cultivo de plantas productoras de biodiéseles desplazará en todo el mundo a más de sesenta millones de campesinos y dejará inhóspitas grandes extensiones de tierras que hoy son selvas. Dice, por ejemplo, 'he caminado kilómetros en las plantaciones del Chocó, en Colombia, y no he visto un ave, ni una mariposa, ni un pez en los ríos, a causa del uso de grandes cantidades de productos químicos como fertilizantes y plaguicidas' (monocultivos por François Houtart). Y eso es lo que se siente en estos grandes palmerales, la vida que brota a raudales en las selvas ha sido sustituida no sólo por grandes palmerales, o cafetales, o bananales, u olivares: se ha llevado el ruido, el movimiento, el sabor. Ya no hay campesinos, ni bichos: sólo paz, silencio. 

El silencio de un camposanto.


Para más información sobre la palma africana puedes pinchar aquí:  historia de la palma africana en Colombia


©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

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