sábado, 28 de abril de 2012

Viaje a las raíces de nuestro periodismo: Juan José Lerena, un gaditano en Nueva York



De haberlo conocido en vida me habría costado creer las aventuras que contaba ese hombrecillo que recorría las calles de Nueva York intentando colocar su curso de castellano fácil. Lo llamó ‘Spanish Telegraph’, ‘un nuevo y fácil método para leer en español correctamente en pocos días’, según rezaba su encabezamiento, y auguraba un rápido aprendizaje según una fórmula de su invención. Con una pronunciada calvicie y su bigotito decimonónico, Juan José Lerena y Barry parecía un volcán en erupción que en lugar de lava despedía ideas y las historias más fantásticas que los neoyorquinos habían oído. Y eso que creían haberlo escuchado todo. Juan José, por ejemplo, podía narrar apasionadamente su defensa de la bandera española en el Río de la Plata, en el Perú o el Ecuador, cómo plantó cara al francés en las murallas de su Cádiz natal, o aquel día en el que estuvo a un tris de ahogarse al incendiarse su barco frente a la isla Margarita. Juan José podía recrearse en novelas de aventuras en las que él mismo era el protagonista: por ejemplo, cuando doscientos de sus compañeros murieron de escorbuto regresando de Montevideo, o aquella vez que le atacaron unas gravísimas fiebres en el cerco de Cartagena de Indias, o aquella que estuvo cerca del fin batallando en Chile, o el miedo que pasó fondeado en La Habana... 

Pero de entre todas sus aventuras hubo una que se convirtió en desventura: sus aspavientos guerreros quedaron borrados por la defensa de la constitución de 1812. Así que después de haber arriesgado la vida en medio planeta, Juan José fue expatriado, según explicaba, ‘por no adaptarse mis ideas al sistema despótico’ que regía España. Y en esas andaba cuando pensó que el método de español fácil no le daría el impulso necesario para calmar su nerviosismo congénito. Así que superó sus recuerdos y su amor por las armas y fundó ‘El Redactor’, uno de los primeros periódicos en castellano en los Estados Unidos. Pocas veces debió firmar con su nombre completo, Juan Josef María Antonio Ramón Lucio de Lerena y Barry. El periódico tuvo una vida corta, tan sólo entre 1827 y 1831, y poca materia, cuatro páginas que veían la luz tres veces al mes. Lerena y Barry confiaba a sus lectores novedades sobre el proceso revolucionario de Francia o la independencia de las colonias españolas con artículos de opinión crítica.

Evidentemente, como todos sospechaban, el método de inglés y el pionero periódico no saciaron las ansias del inquieto Juan José, y buscó reconciliarse con el ejército patrio, que tantas glorias le debía, gracias a la invención de un sistema de telegrafía óptica que desarrolló en Cuba y que anticipó en varios años el primer telégrafo español, instalado en Madrid en 1831. Volvió entonces a la península, donde lo nombraron director de la red de telegrafía real hasta que lo acusaron de desviar fondos públicos y cayó en desgracia. Juan José, eso sí, siempre positivo, se las ingenió para comandar una expedición a la Guinea Ecuatorial y convertirla en parte de un imperio en declive. Los últimos años de su vida los pasó entre Cádiz y Chiclana, dos poblaciones a las que se empeñó en unir con un canal navegable que, esta vez sí, le costó la fortuna y casi que la vida.



Bibliografía:
            Juan José Lerena y Berry, Cádiz, 1796, Madrid, 1896
Lerena, ese ignorado pionero de las comunicaciones, Gilles Multigner, Foro Histórico de las Comunicaciones, Colegio Oficial y Asociación Española de ingenieros de telecomunicación, 2008. 


© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

martes, 24 de abril de 2012

Viaje a Israel: muros y fronteras de un país enchironado


Durante la primavera del año 2004 tuve mi primera experiencia con los cuerpos y fuerzas de seguridad de Israel. Ocurrió en el aeropuerto del Prat, en Barcelona, en el mostrador de la compañía israelí El Al Israel Airlines cuando me disponía a viajar, junto a mi pareja, a Tel Aviv. Las inmediaciones del mostrador estaban acotadas y vigiladas por varios agentes de paisano y algún policía nacional de España. Éramos los únicos clientes en un gran espacio vacío. Tras el mostrador se perdían dos azafatas solitarias esperando trabajo pero éste aún tardaría en llegar. Dos agentes de paisano nos separaron, a mi pareja y a mí, y nos interrogaron de la manera más agresiva y ofensiva que pueda uno imaginarse. Me tocó en suerte un tipo llamado Boris que comenzó por preguntarme a gritos el motivo de mi visita a Israel. Le pedí educadamente que no me gritara pero el tipejo continuó soltando saliva a voz en grito y en inglés. Mientras, mi pareja sufría el equivalente, interrogada por una agente de paisano. 

Al segundo grito le dije al ominoso Boris que si quería gritarme lo hiciera en mi lengua. El individuo me miró atónito porque no podía entender que no comprendiera el idioma universal y pasó a gritarme en castellano. Entonces le grité yo también en castellano. Fue el acabóse: 'acompáñeme', dijo, y, junto a mi pareja, me llevó a un cuartito donde los gritos aumentaron de intensidad. Procedieron a un registro minucioso de maletas y bolsillos, primando siempre la actitud ofensiva, y finalmente decidieron confiscarme la cámara de video.

Yo lo llamo de otro modo: me robaron. Un robo que podemos calificar de No Permanente porque en unas semanas me la enviaron a mi domicilio, no sin varios golpes importante que me obligaron a reparar el zoom y el visor.

El griterío, las amenazas y las frases feas, sin llegar a caer en el insulto, volaron en ambas direcciones hasta que llegaron a la conclusión de que no éramos peligrosos terroristas con la mente puesta en volar el avión. En ese momento, su actitud cambió y el ominoso Boris incluso bromeó y pretendió pasar por 'un tío enrollado'. Al salir del cuartito, donde habíamos pasado algo más de dos horas, intenté dirigirme a un guardia civil, ya saben: esos agentes de verde que son la esencia de las fuerzas de seguridad patria y la enseña de España: me dijo que no quería saber nada acerca de un cuartito para interrogatorios para unos cuerpos y fuerzas de seguridad extranjeros en un aeropuerto nacional. Interesado por el tema, a mi vuelta pregunté e indagué tras una ristra de abogados, policías y políticos obteniendo una sola respuesta: esos cuartitos no existen.

En Estocolmo han prohibido recientemente estas prácticas porque las consideran vejatorias y racistas. Antes lo hicieron en Malmoe, también en Suecia, y en Dinamarca: prohibición interrogatorios Israel. Supongo que en España deberán, antes de prohibirlas, reconocerlas.


Aliviado al saber que lo que había vivido no existía, aunque son muchos los que han vivido esa humillante experiencia (incluso voluntarios para los kibbutz treinta años atrás), pude embarcarme a un país de muros y fronteras, de vallas y visados, de puestos fronterizos y check points. Y asistí en directo al levantamiento de aquel muro gris, aunque en su mayor parte más que pared es una alambrada salpicada por un muro de hormigón que alcanza los siete metros de altura, un muro-alambrada que recorrerá alrededor de setecientos kilómetros de los que al menos treinta serán exclusivamente muro de hormigón armado. Un muro que separa pueblos y familias, que expropia huertos y fincas y que permite, por cuarenta y cinco puertas, la entrada de los palestinos con el correspondiente permiso. Una tapia que da bocados con la estética de los lugares que cruza, en principio sobre la Línea Verde (la demarcación obtenida en 1949 tras la guerra árabe israelí de 1948), y que arrebata sin ningún pudor al menos el diez por ciento del territorio de la Cisjordania, porque queda del lado israelí.

El muro serpentea por la Línea Verde y en algunos puntos se adentra hasta veintidós kilómetros en territorio palestino, obligados, dicen los gobernantes de Tel Aviv, por motivos de seguridad: hasta siete asentamientos judíos quedan protegidos por el muro, a pesar de estar dentro de Cisjordania, a pesar de que esos asentamientos, como tantos otros, son ilegales y por tanto un expolio internacional al pueblo palestino.

Los israelíes consideran que el muro fue un acierto porque los atentados terroristas que sufrían han descendido de manera crucial y ahora son un mal recuerdo de aquellos años de Intifada. Y tan satisfechos están con aquella idea que ahora van a hacer otro más: esta vez a lo largo de la ciudad de Metula, en la frontera con el Líbano. Y en lugar de siete metros de altura, tendrá diez, y en lugar de treinta kilómetros de largo tendrá dos. Y en lugar de proteger de supuestos terroristas servirá para contener supuestos militares: antes era Hamas o los Mártires de Al-Aqsa, ahora es el ejército regular libanés (no mencionan a la organización chiíta Hezbollah sino directamente a los soldados libaneses, en algunos puntos tan pegados a los soldados israelíes que pueden distinguir si ese día se han afeitado o no). No es el único, si miran este gráfico (cortesía del diario británico The Guardian) verán que Israel se encierra cada vez más:



Un muro, el de Metuta, dicen en Israel, consensuado con los libaneses. Muros que tal vez los protejan de los disparos pero que los encierrna aún más en espacios más claustrofóbicos: tanto, que tienen que gritarle a los que se les acercan, tanto que tienen que reproducirlos en países que no son los suyos, en salas de aeropuertos, en trincheras políticas, tanto que viven encerrados, confinados, enchironados.



Vecinos del muro que pasa cerca de Bethelem



© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

jueves, 19 de abril de 2012

Viaje al fin del imperio español: del árbol caído todos cortan leñas


            

El 10 de diciembre de 1898 Juan Manuel Sánchez Romate y Gutiérrez de Castro, duque de Almodóvar del Río, pasó el peor momento de su vida. La tinta que iba a salir de su pluma desguazará los restos del imperio español mientras a su alrededor un espeso silencio empapaba las sienes. Cuba y Puerto Rico habían huido del regazo de su madre patria tras el fracaso de la armada española, Filipinas se escapaba, ocupada por soldados norteamericanos, Guam, las Carolinas y las Marianas se difuminaban en la bruma de otro señorío, el norteamericano. Tras el desastre de la flota del asidonense Cervera en Santiago de Cuba, el gobierno español se declaró superado, en bancarrota moral, sin ideas, preso de su propio desconcierto. Como guinda a la humillación, los Estados Unidos ofrecieron veinte millones de dólares por las Filipinas, calderilla ofensiva por un archipiélago compuesto por más de quince mil islas, y la reina María Cristina, harta ya de guerras imposibles, bajó sus reales enaguas para usarlas como bandera blanca. Juan Manuel Sánchez Romate y Gutiérrez de Castro, jerezano de posibles, duque de Almodóvar y ministro plenipotenciario, dejó oír el áspero sonido de su pluma sobre el papel y cedió, de un golpe, el más preciado pasado de su nación.

Juan Manuel tuvo la mala suerte de ascender en un gobierno que se dirigía a su mayor desastre ostentando el cargo de ministro de asuntos exteriores. El 11 de agosto de 1898 el consejo de ministros acató las condiciones de paz impuestas unilateralmente por los Estados Unidos. El duque de Almodóvar negoció los términos de la derrota en la cumbre de París, aceptó la venta de las Filipinas y dijo adiós al sueño español en el Caribe. Los estadounidenses reclamaron Cuba, Puerto Rico, Guam y la isla de Kusaie, en las Carolinas. También exigieron derechos sobre los cables telegráficos y los puertos. Por si fuera poco, la onerosa deuda exterior cubana sería asumida por España. En el caso de no aceptar sus exigencias, el gobierno de McKinley amenazó con el reinicio de las hostilidades. El duque jerezano recomendó la firma porque, aseguraba, España no estaba en disposición de una nueva guerra. Con un ejército de juguete, una economía sumida en la depresión y la sociedad acomplejada, el país se convirtió en un pelele. Tras la firma del tratado, Alemania comenzó un intenso trabajo diplomático para hacerse con los restos dispersos del imperio que fue y el duque, abrumado, sólo alcanzó a decir: ‘Del árbol caído todos cortan leñas’.

Bibliografía:
Juan Manuel Sánchez y Gutiérrez de Castro, Jerez, Cádiz, 1859- 1906
Historia de unas relaciones difíciles (EEUU y América española), Francisco Morales Padrón, Publicaciones de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1987
Encyclopedia of the spanihs-american & Philippines american war, Jerry Keenan, ABC CLIO informations, Santa Barbara, California, 2001
La formación del diplomatic 1890-1914, Óscar Javier Sánchez Sanz, cuadernos de historia contemporánea, 2001, Nº 23
Comevacas y tiznaos: las partidas sediciosas en San Sebastián del Pepino en 1898, Carlos Dzur, http://www.sabetodo.com/contenidos/EpyuZZpulABKJRJLJl.php

©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

martes, 17 de abril de 2012

Viaje a Cachemira: Yatra, la peregrinación más peligrosa del mundo

Cada año miles de peregrinos hindúes recorren los caminos de la Cachemira india para llegar a la sagrada cueva de Amarnath, donde dice la tradición que habita Shiva, el dios naranja. Una piedra de hielo en forma de lingum (el pene de este peculiar dios) es el objetivo de la visita, y su sola visión justifica el viaje. Los peregrinos llegan por millares a Pahalgam, una pequeña población en el centro de Cachemira, y desde allí caminan durante tres días cruzando valles y montañas, bosques y praderas. Las colas de peregrinos son visibles desde cualquier punto elevado. La mayoría va vestido de naranja, el color de Shiva. Muchos llevan pintados en la frente un tridente, el símbolo del dios, otros se adornan con un punto que simboliza el tercer ojo que mira más allá. También han venido sadhus, los santones que pasean su semidesnudez por media India en una búsqueda permanente de su propia identidad.

Pero la peregrinación es visible por algo más. Alrededor de 15.000 soldados vigilan cada paso de las multitudes, cachean a cada peregrino, revisan cada autobús, inspeccionan los ropajes y vacían las maletas. Cualquiera de los devotos de Shiva puede ser un muyahidin disfrazado y provocar una matanza. Ya ha sucedido antes y todos son conscientes de que puede ocurrir otra vez. Y de hecho ocurre: días atrás fue en Quasimnagar, cuando decenas de peregrinos jaleaban a la selección india de cricket en un partido contra la de Gran Bretaña. Tres santones hindúes sacaron de entre sus ropajes granadas y metralletas y dispararon a discreción dejando veintiocho cadáveres en el suelo y decenas de heridos moribundos por todas partes.

Poco después, en el trayecto por las montañas, otro grupo de muyahidines volvía a atacar a los peregrinos con granadas y metralletas. Doce cadáveres, varios de ellos policías, y decenas de heridos rompían por ese día la peregrinación. Los ataques son continuos y no es extraño ver a los soldados cubiertos por gruesos chalecos antibalas y apuntando nerviosos sus fusiles en todas direcciones.

Comienza el Yatra, la peregrinación. Cachemira da la bienvenida a los devotos hindúes. Los carteles se repiten por doquier, las carreteras están engalanadas, los autobuses de peregrinos surcan los caminos a toda velocidad. De las ventanillas salen manos que arrojan bolsas de caramelos a los niños de las aldeas y provocan la indignación de los vecinos porque con frecuencia los pequeños terminan bajo las ruedas de los vehículos.

Control tras control, los visitantes detienen los motores para mostrar sus pasaportes y justificar su paseo. Soldados nepalíes, los famosos gurkas, patrullan las carreteras cachemires abiertos en abanico, separados entre sí por varios metros, comandos de ocho, diez, doce hombres. '¿Hay peligro?', le pregunto a un sonriente soldado de ojos achinados. 'Claro', dice jovial, 'si no, ¿para qué íbamos a ir así?'. Los musulmanes de la zona gritan indignados a los soldados. 'Por su culpa nadie entra en nuestros hoteles', se quejan. Los peregrinos son obligados a alojarse en tiendas de campaña levantadas en el interior de campos rodeados de alambradas y protegidas por torretas de vigilancia. Donde quiera que uno mire sólo ve soldados, nidos de metralleta.

S.S Puri es un hindú que hace montañismo por la zona, ajeno a la peregrinación, y considera que todo esto le parece un poco exagerado. 'Cada vez que hay elecciones en alguno de los dos países, India o Pakistán, se enzarzan en lo que siempre parece el inicio de una guerra, pero al final no pasa nada...' Sin embargo, el despliegue de un millón de soldados no parece gratuito. Hay cientos de ataques y en ambos bandos caen muertos a diario. 'Si los paquistaníes dejaran de enviar municiones y armas a los guerrilleros, esto se acabaría en dos días', se lamenta un oficial indio que dice llamarse Ahmad. 'Si la India nos diera la independencia, esto no duraría mucho más', resalta el profesor Sheik, un intelectual musulmán que estuvo encarcelado durante ocho años por sus encendidos escritos por la independencia.

Pahalgam, punto de inicio de la peregrinación. Un sadhu repite mantras monótonamente protegido del sol por un colorido tenderete mientras un santón efectúa unos extraños ritos sobre una mesa cubierta de flores y varitas de sándalo. A su alrededor, un nutrido grupo de religiosos reza y canta alabanzas a Shiva. Suenan campanas, el micrófono se acopla de vez en cuando, un tridente preside la ceremonia. Todo parecería perfectamente normal en esta escena de no ser por la presencia de decenas de soldados que vigilan el acto. Guardaespaldas con metralletas, soldados regulares con fusiles, hombres de chaqueta y corbata con gafas de cristal que no apartan las manos del pantalón. El recinto está cerrado, y reservado a altas autoridades, y algunos musulmanes se agolpan en una valla metálica para observar. Pero por cada curioso hay tres, cuatro, pierdo la cuenta, de soldados que a su vez los observan a ellos.

'¿Qué daño podemos hacerles nosotros?', se queja Rajiz, hostelero de Pahalgam. 'Nosotros vivimos del turismo, tenemos los hoteles vacíos y la gente del pueblo pasa hambre, no les dejan ni comprar en nuestras tiendas... ¡y esta es nuestra tierra!... cada año vemos pasar a millones de peregrinos que no dejan ni un solo centavo en el pueblo...' Los lugareños están realmente desesperados y se agolpan ante mi cámara como si detrás del objetivo estuviera la solución a todos sus problemas. 'Entre los soldados, que no dejan de pedir sobornos, y los muyahidines, que con sus ataques provocan más ira entre los indios, no tenemos ningún futuro', dice con lágrimas en los ojos, al borde de la desesperación. A pocos metros, Jo, un peregrino, vuelve por fin a casa: 'no he pasado más miedo en la vida', confiesa, 'durante el trayecto sólo nos encontrábamos con soldados y cada vez que se movía un matorral me llevaba un buen susto'.

'No hay duda de que Pakistán envía municiones y armas a los guerrilleros', me comenta Alí Boktoo, un hostelero de Srinagar, la capital de Cachemira, al que podría acusar también de estafador y chulánganas, 'pero sepa usted que también los soldados indios hacen negocio con esta guerra'. Según Boktoo, algunos militares indios venden munición, armas, alcohol, cigarrillos, 'y más cosas, porque muchos cruzan incluso la frontera para hacer sus negocios'. Sin embargo, no puede decirse que los musulmanes sean del todo inocentes. Miles de hindúes han tenido que huir de Cachemira ante los insistentes ataques que sufren. En la cercana Jammu, de influencia hindú, se agolpan miles de refugiados en precarios campos administrados por la ONU.

'Sinceramente', prosigue Boktoo, 'yo prefiero formar parte de la India que de Pakistán, y como yo creo que el 90 por ciento de los cachemires, lo que ocurre es que después de tantos años de ocupación militar el pueblo está harto de los militares'. El profesor Sheik, más cercano a Pakistán, tiene otro criterio. 'Dejen que decida la gente, ¿qué miedo tienen?, La india debe hacer un esfuerzo y dejar de acusar a Pakistán de todo lo que ocurre aquí: Pakistán también tiene sus derechos en un territorio disputado como este', para luego asegurar que los muyahidinies no son terroristas sino luchadores por la libertad.

Ante la afirmación de que Occidente tiene miedo de un nuevo estado islámico que le recuerde a Bin Laden, el profesor dice que 'los americanos no tienen pruebas de que los atentados los cometiera Bin Laden y además, este no es el momento de hablar de tipo de estado, lo único que queremos es que Delhi nos deje celebrar un referéndum para que la gente decida en qué país quiere estar, o si prefiere la independencia'.

En el centro de Srinagar un numeroso grupo de personas se arremolina ante una casa anexa a una mezquita. Parece que miran al cielo pero no: esperan a que la caridad islámica aparezca en forma de trozos de carne que llueven de un tejado. 'En un país con un 50% de la población viviendo bajo el umbral de la pobreza', continúa el profesor Sheik, ¿no cree usted una locura que planteen una guerra nuclear, con armamento atómico? ¿por qué no utilizan ese dinero para crear infraestructuras, para dar de comer a la gente?

Por las noches suenan ráfagas de metralleta en Srinagar, la capital de Cachemira. Se escuchan voces, una lacnha surca las aguas del lago Dal en busca de terroristas, los aullidos de los perros se unen a los cantos llamando a la oración. 'Dicen que Bin Laden está en Cachemira', comenta divertido Mansur, mi guía en las montañas, 'pero la verdad es que yo nunca lo he visto'. Es que si lo ve se gana el premio de su vida, le comento. 'Pues aquí hay mucha gente a la que no le cae nada mal porque si te paras a pensarlo, lucha por los suyos, por los musulmanes, tal vez de un modo equivocado pero es que aquí han muerto ya treinta mil personas y a nadie parece importarle'.


Os dejo un video con imágenes que grabé del Yatra de Cachemira. El texto corresponde a un reportaje que se publicó en Diario de Sevilla hace unos años.


©José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

domingo, 15 de abril de 2012

Viaje al oficio más antiguo del mundo: el narrador de historias




El periodista Raúl Régulo Garza Quirino viajaba en su vehículo por el centro de Cadereyta, en el mexicano estado de Nuevo León, cuando unos hombres armados lo acribillaron a balazos. La fotografía con la que sus compañeros quisieron protestar por el crimen nos deja un rostro sereno, con una ligera sonrisa tras un poblado bigote, el mentón elevado, se le ve satisfecho por ejercer una profesión que ha dejado, desde el año 2000 y sólo en México, 75 reporteros asesinados y una cifra incierta de desaparecidos. Setenta y cinco asesinados desde dos mil. Y sólo en México.

Este año, según Reporteros Sin Fronteras, han muerto dos reporteros en Brasil, otros dos en la India, y cuatro en Somalia, y cuatro más en Siria, y así hasta dieciséis, aunque otras asociaciones aseguran que son treinta y uno, lo que sumaría, sólo en cuatro meses, el doble de los que murieron durante 2011.

Los periodistas españoles estamos de enhorabuena pues porque aquí no se nos mata: tan sólo se nos quita el sustento. En los últimos tres meses han perdido su empleo más de 500 y si nos remontamos al inicio de la manida crisis la cifra tiene un número que lleva a la reflexión: 4.421. Lo dice el Observatorio de la Crisis de la Federación de Asociaciones de Prensa de España porque esta asociación vive tan alarmada que incluso ha creado un observatorio para esta profesión. De la crisis económica, claro, porque, recordemos, aquí no se nos mata. Al menos de manera habitual y desde que la ETA decidió entrar en su extraño limbo.
 
Y digo reflexión porque o éramos demasiados o bien no interesa que trabajemos. Obviemos que somos unos manipuladores en manos del poder, apesebrados sin dignidad y toda esas lindezas con las que nos regalan los oídos nuestros detractores, que son ciertamente legión. Nuestra situación no es tan desesperada como la del malogrado Raúl Régulo, cuyo problema ya no lo es para él ni tiene solución alguna. Según la agencia EFE desde 1976 se han licenciado en España más de 70.000 periodistas, cada año salen a la calle unos tres mil licenciados que buscan su primer trabajo en un mercado que, en épocas de normalidad, sólo demanda seiscientos, un mercado que además arroja al desempleo anualmente una cifra mayor de la que se forma en las universidades.

Los cambios en los medios de comunicación, la irrupción de internet y la multiplicación de las plataformas explican sólo en parte la proliferación de periodistas y su posterior catástrofe. La renovación de las instituciones políticas y el actual proceso de empobrecimiento de los ciudadanos sólo necesita esos profesionales del apesebramiento que tanto mal nos han hecho y considera molestos a los que ejercen su oficio según criterios profesionales. Por eso estorban muchos. Otros sobran porque sus medios han crecido inflados por la burbuja económica en la que nos instaló la autocomplacencia ladrillera. Y en general sobramos porque el cuarto poder no es tal sino vigésimo, o cuadragésimo, un poder menor, relegado al político y al empresarial. Por eso los periodistas que sienten esta profesión no suelen hacer fortuna, tienen muchas posibilidades de acabar trabajando solos y colocando su trabajo por una miseria en medios que rebosan de freelancers cargados de grandes temas.

El descrédito de nuestra profesión no es nacional: un estudio demuestra que en los Estados Unidos la profesión de periodista está a la cola de las aspiraciones: ocupa el puesto 296 de un total de 300 trabajos y el sueldo no deja de ser de supervivencia.

Lo dijo el maestro polaco de la prensa reflexiva, Richard Kapuscinski, ‘Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante’. Todavía no han llegado a nuestras puertas las pistolas asesinas que buscan silenciar voces discordantes pero sí las amenazas veladas, y sin velar, a medios y periodistas, el acoso constante de partidos políticos a medios públicos y la certeza de que no somos un negocio más allá del socorrido enterteinment televisivo y del festival publicitario. Kapuscinski dijo también que ‘el trabajo de los periodistas no consiste en pisar cucarachas sino en prender la luz para que la gente vea cómo las cucarachas corren a ocultarse’. Hay cucarachas que prefieren la luz apagada y hay cucarachas agresivas que saltan al cuello y te clavan su afilado colmillito. Que le pregunten al mexicano Raúl Régulo.

En los Estados Unidos, ese país que tiene tan poca estima por nuestra profesión, el círculo se ha cerrado hasta el punto de que existen fundaciones que sostienen, con dinero privado, medios de comunicación independientes que investigan temas calientes. Y lo hacen porque, dicen, una democracia en la que el cuarto poder no existe no es una democracia completa y la experiencia les demuestra que los partidos políticos desvarían en un mundo sin cortapisas. Un círculo cerrado en el que al fin alguien cae en la cuenta de que no hay democracia sin prensa porque la oposición política no siempre está dispuesta a denunciar si están en juego sus intereses. Fundaciones privadas que plantean dudas sobre los fines que los mueven pero que dejan al menos algo claro: una democracia sin prensa es menos democracia. Y que sin luz, las cucarachas no tienen de qué esconderse.






© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com



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