martes, 6 de diciembre de 2011

Viaje al Perú: en busca de la ayahuasca

Ayahuasca 








Había leído tanto sobre los extraños ritos de los indígenas de la Amazonía que apenas encontraba algún relato nuevo que me sorprendiera. Aunque más bien, todo lo contrario: que me dejara de sorprender.  Era una sorpresa inversa donde la sobredosis de asombros no terminaban por insensibilizar. De todas las historias la que más me admiraba hablaba de una extraña liana que algunos pueblos locales utilizaban para averiguar el futuro. O para dirimir cuitas. O para volar como un pájaro y colarse en aldeas remotas. En mi adolescencia una película tan ñoña como La Selva Esmeralda me producía inquietud: imaginarme rodeado de extraños habitantes de la jungla que soplaban por mis narices unos polvos mágicos que me convertían en águila excitaba mi imaginación y me prometí que alguna vez yo también volaría como un ave rumbo a nosesabe dónde. En muchas de aquellas ceremonias, en las que se mezclaban rituales de circuncisión con prácticas chamanísticas, había una palabra que se repetía con un respeto solemne: Ayahuasca. Donde un científico ve una liana de complicado nombre (banisteriosis caapi) y un ajeno una cuerda vegetal que pende de las alturas, los indígenas amazónicos supieron ver la sombra de algún dios burlón escondida tras un complicado proceso de cocciones y decocciones. Para enredar un poco más la madeja, donde cualquiera ve una enredeadera, un campesino ve un bejuco y donde un chamán ve ayahuasca, un colombiano ve yagé. Por si acaso, y siguiendo los pasos de conocidos aventureros como De la Cuadra Salcedo o Tahir Sha, me interné en la selva del Amazonas peruano para descubrir qué era eso del bejuco, de la liana y de la ayahuasca. O yagé. Al final, y por reduccionismo: dimetiltriptamina, o DMT, un alcaloide que esconde al más poderoso alucinógeno de la naturaleza. Para los gobiernos occidentales, una droga. Para los indios shipibo, por ejemplo, una puerta con el Más Allá. Una abertura que precisa de otra sustancia que los locales conocen como chacruna y que es la hoja de un arbusto de la familia del café, la diplopterys cabrerana, mezcla imprescindible para que la liana mágica surta efecto. Una unión un tanto redundante porque esas hojas tienen también una fuerte presencia de la ya mentada DMT.






Así que viajé al estado de Loreto, en un remoto rincón del Perú. Una región con capital en Iquitos, una urbe de medio millón de almas que, sin embargo, sólo tiene una carretera y no llega a ninguna parte. Aislada del resto del país, Iquitos guarda una templada mezcla de aldea rural y metrópolis, un cuerpo extraño a orillas del río Amazonas con aspecto de villorrio rural habitado por aventureros curtidos. Iquitos, además de punto de partida de expediciones al interior de la selva, es el centro mundial del turismo alucinatorio. Claro que no son hordas de visitantes los que desembarcan en su aeropuerto de juguete sino contados peregrinos que parecen haber probado ya de todo antes de sumergirse en la que aquí conocen como Soga del Muerto. 


Cuentan los mitos indígenas que la ayahuasca fue un regalo de los dioses y que dependiendo de su tipo el consumidor puede ver sucesos que ocurren a distancias muy lejanas, o que puede uno volar y ver a sus seres queridos, que es capaz de tomar las decisiones justas y adecuadas para situaciones extremas y que, en definitiva, es el mejor purgante amazónico, tanto para el cuerpo como para el alma. ‘Te despeja y ves la belleza amazónica’, me comenta una vendedora del Pasaje Paquito, una calle dedicada a los remedios selváticos en la ciudad de Iquitos. En Pasaje Paquito se vende todo. ¿Quiere recuperar el respeto de sus enemigos? ¿un remedio para ese hígado hinchado? ¿mal de amores? ¿ayuahuasca ya preparada? Los que la conocen hablan de sudores fríos, vómitos irrefrenables, larguísimas diarreas y alucinaciones con profusión de animals exóticos, pero cuentan todo eso con admiración, casi con deseo de volver a experimentarlo, y yo tiemblo al pensar en abrir todos mis orificios a la enigmática planta. ¿Cómo sentirse atraído por una experiencia que te arrojará a un rincón con las fauces abiertas y el vientre desecho? Algo debe de tener la misteriosa planta como para que la gente se decida a probarla y luego hable maravillas de una experiencia tan traumática.






En mitad de la selva, un indígena shipibo cuece la pócima mágica en un perol de cuento. Cada cocinero tiene su propia receta y desde la primera ‘tomata’ que degusté (o disgusté, más bien) hasta la última, ninguna de las experiencias fue ni siquiera parecida. Mi ensayo inicial se basó en la receta más básica: ayahuasca y chacruna. Perdidos en la jungla, a cuatro horas de navegación en canoa por varios afluentes del Amazonas, perdido ya Iquitos en el recuerdo, no había escapatoria posible. Me preparé durante dos días comiendo poco, apenas un plato al día de una escasa ración de arroz y algo de pollo, de cuando en cuando un bocado a una fruta, mucha agua y largos paseos por la ribera de un río, aterrorizado por el ocelote que el dueño de la finca, un gringo de Chicago llamado Scott, tenía de mascota. El ritual comenzó de noche, en una maloca situada en el centro de la Nada Más Absoluta, en un claro de la selva, a resguardo del relente con una techumbre de hojas de palma, un espacio circular y bastante amplio, muy separados los unos de los otros. Los unos éramos mi hermano y yo. Los otros, el chamán Guillermo, un indio shipibo cargado de unos extraños abanicos de palma, y Scott, el gringo. 




La ingesta fue, valga la gracia, indigesta. Hay que levantarse del sitio, desplazarse ceremoniosamente hasta el improvisado altar donde se sienta el chamán, que te ofrece el líquido con una actitud circunspecta, seria, religiosa. Nunca había probado conscientemente un brebaje de sabor tan desagradable, una infusión de color marrón, denso y hediondo, servido en un cuenco de madera, una sensación tan horrorosa que el primer instinto te obliga a escupirlo. Pero no, no se escupe: se bebe, se traga y se soporta el horrible dejo que queda en la garganta con estoicismo y determinación. 


Volví entonces a mi lugar, asignado no sé si por el dios burlón o por el chamán. O por el gringo, que para eso era su finca. Y ahí, sentado y expectante, permanecí erguido, siguiendo los consejos del curandero, ‘abre los ojos, aunque esté oscuro, no te reclines, permanece derecho y espera’. ‘Espera como si estuvieras en el cine’, apostilla Scott mientras sujeta al tigrillo, encaprichado con el muslo de mi hermano.




Y esperé. Miraba las sombras intentando distinguir alguna forma pero era de noche, estaba en una choza oscura y en mitad de la selva. El primer aviso de que algo se movía vino por la oreja: comenzó a chispear y cada gota de lluvia retumbaba en mi cabeza como el más terrible de los aguaceros. De pronto, una ligera penumbra, un perfil sombreado, algo así como un espectro que se levanta en la negrura del recinto, se adelanta con paso decidido y se planta a pocos centímetros de mi sitio. Levanto los ojos con cuidado porque no quiero perder mi plaza repantingándome en el duro banco y ahí está, lo veo: es una pantera antropomórfica, tiene los brazos cruzados, parece serio y enfadado, me mira desde las alturas, y es muy alta. Recapacito: no, me digo, es imposible, es una suma de las sombras, de la escasa claridad, es la ayahuasca, que actúa en mi cerebro, es imposible que una pantera de tres metros haya venido andando como un hombre y se plante frente a mí para recriminarme algo que se me escapa. Pero no, está ahí y a pesar de saber que no está ahí porque es imposible y porque mi cerebro sabe perfectamente que no está ahí: está ahí.


La ayahuasca trepa por los árboles y se pierde en las alturas

La ayahuasca ha comenzado su viaje por el interior de mi cerebro y a partir de entonces todo será un disparate. En esta primera experiencia el resto que me quedó fue de bienestar. Mi cabeza volvió a la infancia, me ofreció recuerdos que no recordaba pero que al desplegarse ante mis narices encendieron escenas que había olvidado pero que sentía como verídicas. La liana se ensañó con mi padre, colocó a mi madre en el papel de víctima, se apiadó luego de él para más tarde regodearse conmigo, cuestionar mis principios, y hasta mis finales, caracolear en reproches innecesarios y terminar en un espléndido fin de fiesta tan sólo interrumpido por los ahogados gritos de mi hermano, que vomitaba muy serio en su rincón. El viaje había resultado intenso, enriquecedor incluso, cuando el chamán enciende la tenue luz de una vela. Me levanto empapado en sudor y en alcohol, aturdido físicamente pero lúcido a más no poder, camino dando tumbos, goteando el licor que el chamán ha tenido a bien escupirme en el rostro mientras me sometía a una extraña limpia de espíritu, apestando a mapacho, el tabaco de la selva que el mismo chamán me ha soplado por todo el cuerpo, con el rasgueo de las hojas del abanico metido en las orejas, un canto monótono e hipnótico que acompaña toda la ceremonia y que conocen como ‘ícaros’.




La segunda ingesta ocurrió dos días después y tuvo un efecto radicalmente distinto. ‘Hoy le añadimos toe’, explica malicioso Scott mientras manipula unas hojas diferentes, con un marcado tono rosáceo. ‘Es como si le echáramos un tripi’, asegura pérfido. Scott es un aspirante a chamán un tanto heterogéneo. Los indios, tradicionalmente, se abstienen de comer durante hasta una semana antes de tomar el bejuco sagrado, tampoco beben alcohol, mantienen una vida recogida, casi de meditación, huyen de las relaciones sexuales y hasta ahuyentan los malos pensamientos. Una preparación a fondo antes de enfrentarse con una planta que les abrirá los secretos de la selva. Así se lo hago saber a Scott. ‘¿Tú estás loco?’, me dice, ‘follar después de tomar ayahuasca es una experiencia maravillosa’, e imagino entonces dantescas imágenes de sexo con monstruos cariacontecidos surgidos del interior de la floresta en lechos encharcados con litros de vómitos. Si él lo dice, me digo, será por algo. Este hombre, un antropólogo norteamericano que ha pasado de instructor de esquí en Bariloche, en Argentina, a aprendiz de chamán en la selva peruana, no puede equivocarse: vive agarrado a un revólver en mitad de la amazonía, duerme con dos ocelotes, uno de ellos tan agresivo que no puede salir de la jaula y el otro empeñado en perseguir a mi hermano con sus terribles fauces abiertas, tiene una colección de botes transparentes con todo tipo de remedios para sus incontables afecciones hepáticas y, como colofón, utiliza la ayahuasca para hacer de sus relaciones sexuales un viaje erótico al Más Allá ... No, no puede estar equivocado...






El toe le da, efectivamente, un punto diferente a la ingesta. Los vómitos se vuelven incontrolables, mi cerebro se ve invadido por una explosión de colores, confundo los sonidos de la selva con un coro de gemidos pornográficos, mi entendimiento sólo entiende de sexo sucio y me veo sumergido en la más extraña vorágine. Durante cuatro horas lucho contra un ejército de muñecas japonesas de dibujos animados que pretenden seducirme en un pueblo de juguete para convertirme en otro cautivo que busque nuevos incautos que añadir a la colección. No, me digo, esto no tiene sentido, y dudo de que los indígenas de la selva disfruten de viajes alucinógenos tan irrelevantes. Recuerdo entonces al joven shuar que me aseguró haber utilizado el bejuco sagrado para encontrar a su hermano, soldado del ejército, atrapado agonizante bajo su jeep tras un accidente de circulación en un territorio remoto, o a los rivales de las aldeas condenados a tomar la liana mágica para poner punto final a sus diferencias, de cualquier tipo, desde las amorosas a las económicas. ¿Cómo poner punto final a una discusión por un cerdo perseguido por muñecas japonesas que pretenden sodomizarte? Miguel De la Cuadra Salcedo asegura que en 1962 tuvo una experiencia telepática y asistió a la cena de navidad de su familia, en Madrid volando tras una ingesta desde la frontera de Colombia con Perú. El ingenioso escritor afgano Tahir Sha persigue el mito de los hombres voladores hasta terminar agarrado a una pluma en una maloca de la selva. ¿Y qué decir del vicioso William Burroughs, sumergido en una estampa en blanco y negro de la selva para sentir nostalgias de las drogas occidentales, mucho más reconocibles para su duro cerebelo?



El turismo ha traído, además de adeptos a la ayahuasca, otros adeptos a prácticas deleznables

La enredadera Banisteriopsis caapi, en realidad, apenas tiene fuerza alucinógena: no es más que un medio a través del que los compuestos tóxicos serán absorbidos por el cuerpo. Y el principal es la harmalina, un inhibidor de la monoaminaoxidasa, un trabalenguas químico tras el que se esconde la incapacidad del cuerpo humano para captar esas sustancias por sí solo. El inhibidor procesa los productos químicos y los alucinógenos entran en el torrente sanguíneo, de donde irá al mismo cerebro. Es un misterio cómo los indígenas descifraron este complejo proceso a no ser que acudamos a una tradición de milenios a base de experimentos malogrados una y otra vez hasta llegar al producto que conocemos hoy. Claro que es difícil imaginarlos probando una mezcla tan extremadamente amarga y nauseabunda una y otra vez hasta encontrar la que ofrecía un viaje más impactante. Porque, si difícil es encontrar la ayahuasca, saber que hay que cocerla junto a la chacruna, y no una vez sino al menos cuatro, hasta quedar reducida a una masa viscosa a la que habrá que añadirle nuevamente agua para que vuelva a precipitar sus alcaloides, si difícil es un proceso que, pensando en una raza suicida de indios que beben incluso lo que su instinto les dice que ni hablar, hay que ponerse en que sí, que lo hicieron, que sus experimentos dieron resultado y te ofrecen un viaje astral en forma de diarrea salpicada de vómitos con seria amenaza de colapso y que necesita ser acompañada de los ícaros, o cantos, para que el viaje realmente merezca la pena.




La ayahuasca entró en la lista de productos prohibidos en España hace unos años aunque se dan historias que no sé si calificar de divertidas o turbadoras. Los adeptos a la secta brasileña del Santo Damié aseguran entrar en contacto con Dios a través de esta bebida. En España proliferan en según qué sitios. Y en nuestro país, desgracias de la botánica, no crece el potente bejuco amazónico. Es necesario traerlo desde Brasil. En el año dos mil la policía detuvo a dos chamanes de la secta en el aeropuerto de Madrid, Barajas, en posesión de dos bidones cargados de un líquido oscuro y denso: ayahuasca. Requisaron la carga, los acusaron de tráfico de estupefacientes y enviaron las garrafas al laboratorio para su pertinente análisis. Alguien me comentó que las garrafas volvieron a los chamanes brasileños porque los resultados no arrojaban trazos de ningún tóxico. En Sudamérica el uso de la ayahuasca se ha extendido también a rincones urbanos. En Bogotá, Colombia, por ejemplo, no es raro quedar en grupos para probar la ayahuasca, en cualquiera de las potentes variedades que se producen al sur del país, variedades con nombres tan sugerentes como ‘Cielo’, o ‘Jaguar’ o ‘Guacamayo’… El parque Botánico, por ejemplo, celebra 'tomatas' regularmente y sus sesiones son antológicas. Todos coinciden: es una medicina para el espíritu. Se trata, en definitiva, de una planta controvertida, que es alucinatoria sin llegar a tener la suficiente cantidad de tóxico como para que lo sea, que es rechazada por expertos farmacológicos por lo fútil de su carga pero que triunfa entre los jóvenes de los núcleos urbanos sudamericanos y entre los turistas aventureros que se internan en la selva (por no hablar de los indígenas, que la ven como un regalo de los dioses). Para terminar de enredar la madeja, en 1986 un listillo llamado Loren s. Miller, de Palo Alto, en California, patentó la planta como un invento suyo, y afirmó haber conseguido una variedad de la Banisteriopsis caapi llamada Da Vine que destacaba por sus propiedades medicinales. En resumen: hay negocio.




‘Sin los ícaros no hay nada, sólo mareo, emborrachamiento’, me dice el célebre chamán de Iquitos Pancho Montes, ‘la música es el instrumento a través del cual el curandero conduce el espíritu emborrachado de la ayahuasca porque esta planta no es alucinatoria, no, no es droga, es simplemente una planta visionaria’. Pancho Montes tiene su propia explicación y le molesta visiblemente que asocien su querida planta, y la que le da de comer, con una droga como las demás. ‘Hace muchos años’, cuenta con cierta torpeza y vestido de chamán, ‘había una familia inca llamada los Aya, uno de los cuales era un rey con habilidades curanderas: cuando el rey murió, eligieron un buen lugar para enterrarlo, mirando al sol, del que le venía la fuerza, pero la tumba tenía una molesta estaca y la arrancaron’. Pancho Montes serpentea con su historia y entre medias apunta a que la historia no es official sino que tuvo una vision en una ingesta de ayahuasca. ‘A sus pies una mujer plantó otro arbusto y cuando volvieron al cabo de un tiempo, ambos habían brotado, la estaca que arrancaron volvió a florecer en la cabeza del muerto y la mata de su amiga a sus pies: se arrodillaron, rezaron y probaron ambas plantas, cada una por su lado, sin resultado: cuando las mezclaron encontraron la puerta al Más Allá: pore so se llama Aya, que significa familia Aya pero también muerto y huasca, que significa soga, y el otro arbusto, la chacruna, que significa ‘esposa espiritual’. Ahí lo tienes’, comenta feliz Pancho, ‘ayahuasca’. Según las teorías de este conocido chamán, o curandero como prefiere él, la ayahuasca tiene un origen incaico y se expandió con algunos viajeros incas al interior de la selva. Según los indígenas del sur de Colombia, sobre todo de la region del Putumayo, el yagé lo hallaron sus antepasados y la historia de Pancho Montes es un enorme timo.

Ilbrando filtra el contenido de las decocciones

Ilbrando me enseña los brotes tiernos de ayahuascas recién germinadas. 'En un año se perderán por las copas de los árboles', dice con los ojos muy abiertos. Ilbrando es cocinero, por supuesto no como Arguiñano sino de plantas visionarias, y vivía en el interior de la selva cocinando ayahuasca muy contento hasta que Pancho Montes se lo trajo a su negocio de turismo alucinatorio. ‘Yo no sabía que esto era una profesión’, cuenta inocente mientras a su alrededor deambulan varios franceses, dos gringos y algunos españoles. ‘La receta de esta ayahuasca es la siguiente’, cuenta ceremonioso, ‘primero se coge la ayahuasca, se la machaca bien machacadita con ese mazo y se le pone en la olla, luego una hoja de lobosanango, una hoja de achunisanango, dos hojas de canelilla, una hoja de toé, de chacruna trescientas cincuenta hojas y quince flores de chirisanango, nada más’.

‘Lo importante son los icaros’, apunta Pancho Montes, ‘sin icaros no hay nada, ni siquiera está usted como borracho, no hay nada porque los icaros son nuestros mensajes, son nuestros asesores, son los mensajes que el curandero envía a la planta, o a un animal, son el medio por el que el chamán hace actuar a la planta’. Ardo en deseos de probar la receta de Ilbrando y de escuchar cantar al chamán que atrae entendidos de medio mundo, incluso a una prestigiosa violinista francesa que lo ha dejado todo para aprender a elaborar perfumes en este extraño lugar. Y la experiencia no me dejó indiferente. Sobre todo por la insistencia del chamán Montes en que debía de vomitar y hacerlo en un montículo situado detrás de los bancos de madera. 'Es la tumba de mi abuela', me dice mientras mi perplejidad crece, 'ella me lo enseñó todo y de la tumba brota también la ayahuasca...' 


Para empezar, de la receta de Ilbrando no entendí casi nada, a excepción del toé, aquel tripi natural con el que Scott me había sorprendido en mi primera experiencia, años atrás. Si había toé, me dije, esto puede acabar en un remedo de after valenciano. Mi primera experiencia con la ayuahuasca de Pancho Montes fue enriquecedora, vi que en el futuro tendría un hijo rubio como el sol y hoy tengo un hijo rubio como el sol y vi que tendría una vida distinta y hoy la tengo. El emboarrachamiento no resultó molesto y las visiones tenían sentido. Pero la segunda ingesta, dos días después, resultó mal y terminó en un absurdo drama que duró toda una noche.


Soldado de las fuerzas especiales de la Amazonía colombiana con su mascota en la frontera con Perú

Dos de los presentes en aquella extraña noche tuvieron una experiencia traumatica, sus gritos resonaban en la noche, suponía entonces a las fieras de la selva escondidas en sus refugios aterrorizadas por los espeluznantes chillidos y súplicas y quejas y peticiones de ayudas y no sé qué más que evitaron que pudiera concentrarme en mi propia tomata. Y cuando sus gritos cesaron, horas después, comencé a sentir la ayahuasca en mi interior. Al principio fue similar a meterse de un salto en una bola de discoteca y fundirse con un rayo de luz de color. Luego fue la impresión de que había perdido el control de mi cerebro. Luego, mi padre, muerto. La vision era tan real que temí que realmente hubiera muerto y tuve que preguntarle al chamán, que se había aburrido ya de la ceremonia, si veía algún cadáver. Me dijo que no y me envió a mi choza pero la ayahuasca seguía ahí, actuando. Tumbado en el camastro veía imágenes en una incesante ruleta, imágenes de rostros conocidos y desconocidos, demasiado rápidas para saber qué eran, y escuchaba un pájaro sobrevolandome, y había más: algo se movía en mi interior. Mi estómago se levantaba como si alien bailara tangos en el duodeno, la sensación de inquietud era desgarradora, el pájaro rozaba mi cabeza mientras mi pareja, que no había tomado la poción mágica, rebuscaba la habitación sin éxito a pesar de que también lo sentía. A las siete de la mañana, exhausto, llamé al chamán y con un silbido en mi cabeza mandó la ayahuasca a hacer puñetas.

¡Ah, la ayahuasca también te juega estas malas pasadas!

¿O acaso avisa de algo?

Poco después, mi padre murió.





Este es un resumen del video que grabé en Iquitos, con Ilbrando y Pancho Montes

© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com




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