domingo, 27 de noviembre de 2011

Viaje a México: una misa de la Santa Muerte







El 31 de julio de 2008 un numeroso grupo de sicarios fuertemente armados se interpuso ante el 4x4 de Jonathan Legaria Vargas y disparó hasta agotar las municiones. Dicen sus dos acompañantes, milagrosamente intactas, que volaron cientos de balas, concretamente y siempre según el forense doscientas siete, y que todas impactaron en el cuerpo de Jonathan, conocido como Padrino Endoque y también por el sobrenombre de Comandante Pantera. Balas de gran calibre procedentes de cuernos de chivo, o Ak 47, como su propia madre explica a quien quiera escuchar la terrible muerte de su hijo, balas que lo dejaron tan maltrecho que su propia madre, la que cuenta el suceso con emocionada sonrisa, no supo reconocerlo en la camilla del mortuorio. Jonathan, el Padrino, o el Comandante Pantera, murió joven, apenas cumplidos los veintiséis años, pero dejó atrás una obra digna de alguna película de bajos fondos, de sectas enrevesadas o del surrealismo más dadaísta.







La principal herencia de Jonathan mide veintidós metros, está elaborada con resina y metal y tiene la tenebrosa forma de una figura antropomórfica con una calavera tocada con mantilla por cabeza. La estatua domina las alturas de la colonia Santa María Cuatepec, en el municipio de Tultitlan, unas horas al norte del distrito federal de México, y dicen que tiene hasta premio Guinness: la estatua de la Santa Muerte más grande del mundo. Porque, hilvanando ya del todo esta historia, la extraña figura se encuentra en un predio que hace las veces de tierra sagrada y que el propio Jonathan, y ahora su madre y sus seguidores, denominan Santuario del Templo de la Santa Muerte Internacional. Bajo la imponente presencia, pintada en negro, un improvisado altar, otra Santa Muerte, pero esta más pequeña y encerrada en una urna de cristal, ‘la favorita de mi hijo’, asegura su madre, doña Enriqueta, un amplio terreno sembrado de bancos de madera y otros dos altares situados en un rincón y abrumados de ofrendas y recuerdos.

Doña Enriqueta, la Madrina Endoque, ante un retrato de su hijo, el Comandante Pantera, y sus estatuas de la Santa Muerte

Doña Enriqueta Vargas Legaria no sólo perdió a su hijo en aquel sangriento suceso: también extravió su nombre y su confianza en el Papa de Roma. Ahora es la Madrina, convertida a la fe que levantó su hijo a la precoz edad de veinte años, un culto que la consume hasta el punto de dividir sus días entre la Comadre y el restaurante que regenta desde hace toda una vida. Doña Enriqueta renegó de la iglesia católica cuando vio el cuerpo ensangrentado de su hijo, un motivo más que suficiente para que tema por su vida, asegura, porque los curas católicos ‘no me acaban de perdonar’. Lo cierto es que el culto a la Santa Muerte se multiplica en un país, México, que se despierta cada mañana con una nueva masacre que sitúa a la muerte, a la Santa Muerte, en los titulares de los periódicos. Una pasión que ya sorprendió a las huestes de Hernán Cortés cuando conquistó Tenochtitlan y encontraba en cada templo despojos humanos, calaveras, corazones sanguinolientos, cadáveres abiertos. Una relación, la del mexicano con la muerte, difícil de asumir por los que huimos de Ella despavoridos porque, tal vez, en el fondo no dejamos de pensar que con el último suspiro se acaba todo.


Doña Enriqueta oficia el culto en su Santuario

La Niña Blanca, la Comadre, la Señora, la Bonita, no la nombre usted sino de modo indirecto si no quiere atraer la mala suerte porque Ella, la Niña Blanca, es lo único seguro, junto a la vida y después de ello. ‘¿Qué hay seguro después de la vida? ¡¡La muerte!!’, asegura un seguidor encantado con su descubrimiento. La Madrina Endoque abre las puertas de su templo, la estatua brilla bajo el sol, a las puertas ya se concentran los primeros devotos. Llegar al Muy Funesto Lugar no ha sido tan difícil. Un autobús en el D.F recorre durante al menos cuatro horas el enorme núcleo urbano de la antigua Tenochtitlan, pasa por barrios y más barrios, baja puentes, los cruza por debajo, por arriba, veo campos que desaparecen engullidos por grandes extensiones de chabolas, de urbanizaciones de lujo, de barrios grises. Abandonado en una carretera solitaria en un lugar indefinido a las afueras del distrito federal, una furgoneta no tarda en aparecer. ‘Voy a la gran estatua de la Santa Muerte’, le digo al conductor, que asiente grave y me advierte de que me dejará lo más cerca posible. Por fin aparece, situada junto a una autopista, la avenida José López Portillo, rodeada de viviendas de una sola planta con grandes patios, una presencia irreal, no sé si cómica o trágica. Dicen los diarios locales que los vecinos abominan de su Gran Vecina y que incluso en una guardería cercana la utilizan como ejemplo práctico del Coco para atemorizar a los más traviesos: no quiero imaginar los traumas de los pequeños cuando ven asomarse sobre los tejados la lúgubre estampa de la iglesia vecina. Lo cierto es que el Templo está ahí, no era mentira, y por más que lo miro no acabo de creérmelo.



El Comandante Pantera tuvo una visión un tanto fúnebre, convenció a un amigo de que tenía que levantar un altar para su querida Comadre y se puso manos a la obra. El conocido le cedió el terreno, los acólitos que consiguió con su prodigiosa verborrea le donaron unos pesitos y su paciencia hizo el resto. Al Santuario llegaron entonces amigos de lo ajeno, señoras de presencia nocturna, sicarios arrepentidos, narcotraficantes rebosantes de fe, pobres de solemnidad, rateros de poca monta, señoras desesperadas, abuelas poseídas, artistas de la extravagancia. Entre los parroquianos veo tatuajes de la Niña Blanca en antebrazos, bíceps, cuellos y gargantas, camisetas de Iron Maiden, lienzos acristalados, figuras de todo tamaño, niños que juegan con collares manufacturados con diminutos cráneos de plástico, niñas que miman a sus Santas Muertes como si fueran muñequitas de Famosa.








Los feligreses de tan extraña parroquita cargan con estatuas de la Niña Blanca, algunas representaciones son blancas, y esas son las que solicitan salud, otras son negras, porque piden fuerza y poder, las hay moradas, que al estilo del santo afrocubano Eleguá abren los caminos de sus devotos, y también están las rojas, que solicitan amor. Los colores forman un amplio abanico del arco iris: dicen que las Santas de color verde ayudan a mantener unidos a los seres queridos y que las pintadas de amarillo son buenas para que te llegue dinero y buena suerte. El santoral de la Santa Muerte tiene incluso un día, el 15 de agosto, como fecha señalada para un recuerdo especial de esta santa que nunca existió y jamás dejó de existir, aunque la fecha, como la misma figura, es objeto de controversia y hay quien prefiere recordarla de manera especial antes de fin de año.

Peregrinación en el santuario de la Santa Muerte de Tultitlan
En el recinto de la Santa Muerte Internacional hay dos pequeños altares separados del gran espacio eclesiástico, o más bien Fúnebreclesiástico, donde los acólitos colocan sus ofrendas. En una de ellas cuelga una fotografía de todo una plantilla de policías, veo botellas de licor y manzanas, libros de colorines, muñecas descabezadas, cajas de pastelitos, velas de colores, medallitas. Un señor se arrodilla con un sentimiento verdadero y derrama un caudal de lágrimas que no parecen de cocodrilo. Se forma una breve cola porque todos quieren mirar a la Muerte, Santa en este caso, de frente. Les piden milagros, elevan los ojos desde la bajeza de las rodillas a la Señora, ‘Dios no está peleado con la Muerte’, me dice una señora de aspecto indígena.




Altares de la Santa Muerte con acólitos rezando y ofrendas variadas

Una potente voz resuena de pronto por un megáfono: no, no es la Señora sino su Madrina, doña Enriqueta, quien me ha asegurado pocos minutos antes del inicio de su muy extraña misa que llevará esta iglesia lo más lejos que las fuerzas le permitan. ‘A raíz de la muerte de mi hijo yo asumí el liderazgo, y eso que yo no creía en esta fe y pensaba que eran extravagancias de él’.




Sin embargo fue morir su pequeño y su mente encontró la iluminación que le faltó en vida. ‘Aquí encontré el consuelo que me ayudó a superarlo’, asegura Enriqueta, o la Madrina, rodeada de estatuas de la Niña Blanca que más parecen el fondo de un concierto de heavy metal que una iglesia al uso. La Madrina ha encontrado entre los feligreses de su hijo no sólo el consuelo sino la fuerza para seguir adelante y, claro, entre tanto apoyo y cariño incluso ha visto la luz. Una luz tal vez negra, pero luz al fin y al cabo. Una luz que traspasa a los seguidores de su fe con imposición de manos, palabras de consuelo, miradas cómplices y sonrisas, en general mucho más efectivo que libros sagrados y amenazas apoteósicas para esta gente humilde.







Doña Enriqueta toma las riendas de la misa mientras sus acólitos se arrodillan mansos sobre la hierba del recinto, la Madrina entona unos salmos de su invención mientras algunas personas parecen entrar en éxtasis místico, la madre del Comandante Pantera pide a la Señora por los asesinos, los narcos, los navajeros, los pobres y los incongruentes (sic) y un temblor recorre la cerviz de sus admiradores. Una señora despliega un póster de un esqueleto sobre el enrejado de la pared, una muchacha arregla el perejil que su estatuita lleva sobre una tétrica mano, dos chicos con la Muerte tatuada en sus cuellos cierran los ojos y parecen orar profundamente. ‘Mi hijo nunca vio a sus hermanos como delincuentes’, dice doña Enriqueta, ‘por eso lo querían tanto y ahora él está al lado de la Santa Muerte y desde allí nos protege a todos’.


Sobre la muerte del Comandante Pantera no hay nada claro. Al menos para los que no lo matamos. Su madre dice que no bebía alcohol ni consumía drogas pero, claro, ¿qué no dirá una madre de su hijo? La cosa es que la policía no hizo caso a su señora madre y siguió esa línea pero tampoco esclareció el homicidio mucho más. Los seguidores, por si fuera poco, no supieron de la muerte de su Guía espiritual hasta después de ser enterrado, un sepelio que, para más confusión, se celebró según el rito católico pero flanqueado por dos estatuas de la Santa Muerte como homenaje al finado. Sin embargo, y dicen las malas lenguas, todo parece encajar más bien en la fuerte competencia que las distintas iglesias de la Niña Blanca tienen montado en distintas partes de México. La más conocida está en Tepito, en pleno centro del D.F, un sitio difícil, peligroso y que guarda una de las imágenes más antiguas y carismáticas de este singular culto. Los líderes de las diferentes iglesias luchan entre sí por aglutinar al total de la feligresía, que alterna ritos católicos con los de este culto sin demasiados problemas.





El santoral de la Iglesia de la Santa Muerte es curioso y desagradable, y en él se incluye desde Jesús Malverde, un bandolero del siglo XIX, patrón de los narcos de Culiacán que se ha extendido por todo el país, al que puede rezarse en altares de carretera, a figuras de niños encerrados en urnas con los labios cosidos y los ojos arrancados. Una tradición tan extraña como común en la historia mexicana, visto el museo antropológico del D.F, donde las calaveras forman pirámides, adornan vasijas, indican caminos y se convierten en el distintivo de un pueblo que come incluso dulces con forma de cráneo al llegar el uno de noviembre.


En Tultitlán, mientras tanto, la Madrina Endoque lleva al éxtasis místico a su parroquia. Ahora cierran los ojos, más tarde elevan los brazos al cielo, por fin se acercan al altar y reciben una rociada de agua bendita (¿o será maldita?) de manos de la Guía Espiritual. ‘A mí me ayudó en amores’, asegura un hombre de aspecto sospechoso, ‘le pedí por mi novia, a la que le pegaba bastante, y cuando volví a casa ahí estaba, me había perdonado’. ‘A mí me ayudó a encontrar un trabajo’, dice otro, ‘no encontraba nada pero desde que me encomendé a la Niña Blanca me salieron varios’. La Madrina atiende a la improvisada cola que se ha formado ante su santuario. Hay quien va de rodillas, pringando sus caros vaqueros del barro sagrado del Santuario Internacional. Un pequeño puesto proporciona material para el feligrés olvidadizo: estatuillas, breviarios, rosarios con calaveritas. La Santa Muerte de veintidós metros de alto abre sus brazos al cielo de Tultitlán en un cálido y estremecedor abrazo. Ese mismo día un diario publica el resultado de un tiroteo en Tijuana: quince adolescentes muertos en una fiesta juvenil. Un poderoso cártel de narcos del norte ha comenzado a ejecutar su amenaza: morirá un civil por cada tonelada de marihuana que la policía les ha incautado, y ha sido la mayor de la historia: 105. La Niña Blanca tiene tarea estos días y sus devotos también.




© José Luis Sánchez Hachero
sanchezhachero@hotmail.com

Donativos

Publicidad