lunes, 21 de noviembre de 2011

Viaje a Transnistria: de Moldavia al río Dniéster


En un rinconcito de Europa, cruzando un río llamado Dniéster, existe un país que vive inmerso en su propio mundo, suspirando por unos tiempos perdidos ya en la memoria pero que ellos se empeñan en mantener contra viento y marea. El país tiene una bandera que a nadie suena, por más que pretendan darle rimbombancia con el artificio de un nombre de leyenda: República Socialista Soviética Moldava de Trandsniestria. Un nombre que adoptó en 1990, cuando decidió independizarse de la República Socialista Soviética de Moldavia, un país que tampoco existía, como digo, más allá de la fraternal comunidad de estados soviéticos y que cuando alcanzó su vida propia perdió el Soviético por el camino. Y, como si se tratara de esas muñecas rusas que albergan otras muñecas rusas en su interior (y que a su vez esconden otras muñecas más pequeñas), la República Socialista Soviética Moldava de Trandsniestria, que ellos resumen en un no menos enrevesado República Moldava Pridnestroviana, es una nación de juguete dentro de otra nación que no parece precisamente de adultos.


El río Dniéster a su paso por Tiraspol, capital del Transdniester


Porque para entrar en Moldavia usted que me está leyendo necesitará un visado que se obtiene en el centro de Bucarest, si es que está en Rumanía, en una embajada, la moldava, impoluta y elegante, merodeada por personas de sospechoso aspecto y con unas oficinas limpias y diáfanas que para nada parecen dentro de un edificio de corte tan neoclásico. Si, como me sucedió a mí, dio por seguro que el visado podría conseguirlo en la frontera, verá que se equivoca y que los recios soldados entran en el coqueto compartimento decimonónico del tren (con reminiscencias a lo Hércules Poirot) y le expulsan a punta de bayoneta al comprobar que pretende entrar en su país sin el sello que emite la delegación de Chisinau (la capital de Moldavia). Los soldados no se paran a considerar que son las tres de la mañana y que fuera la temperatura anda por los quince grados bajo cero: usted no tiene visado, usted no entra en el país, usted vuelve como pueda a Chisinau y usted regresa con visado.


Tiraspol tiene tranvía

Y, matrioska dentro de matrioska, una vez conseguido el objetivo de entrar en Moldavia hay que esforzarse nuevamente para hacerlo en Trandsniestria. O Pridnestrovia, si aún le queda lengua sin anudar. Chisinau (recuerden: la capital de Moldavia) es una ciudad de ambiente pueblerino, donde se habla una variedad del rumano, las avenidas guardan sorpresas como zíngaros que hacen bailar osos encadenados, pequeñas multitudes de aspecto tanto eslavo como turco y una quietud muy de agradecer. El aspecto eslavo se entiende por las tribus que se asentaron en la más rancia antigüedad en estas tierras, tribus de rubios guerreros y pastores, vasallos de reyes ucranianos y hasta de duques lituanos, una tierra en mitad de una Europa desconocida para nosotros que encontró en el río Dniéster un motivo más que razonable para abandonar su deambular nómada por esas estepas de Dios. Lugar pues de paso, los eslavos vieron desfilar a los romanos, a los mongoles y a unos extraños orientales que incluso asentados seguían pensando en nómada: los romaní. Eslavos, eso sí, un tanto raros, que hablaban latín, herederos de otras tribus, los Dacios, que poblaron la zona en la época del imperio romano y que terminaron siendo sometidos por los hombres del sevillano Trajano tras décadas de luchas contra las falanges de Augusto y Marco Aurelio. Lo que se dice un pueblo forjado a base de los mandobles de la historia.


Una abuela moldava en Chisinau


Siglos después, el imperio otomano, en su loca expansión por el centro de Europa, conquistó la zona nada más comenzar el siglo XVI y dio un vuelco a los locales. Las tribus turcas, que de cuando en cuando pastoreaban la región, y los tártaros, hoy azerbayanos, lograron subir su estatus gracias a la afinidad de raza y religión y la zona pasó a conocerse como ‘la Besarabia’, una provincia tributaria de Estambul que, no obstante, conservó un latín de cosecha propia, el moldavo, hablado por una población de aspecto nórdico. Pero el espíritu eslavo había impregnado el frío suelo centroeuropeo y la pujante sociedad rusa de los zares plantó sus reales en Moldavia como frontera sur de su creciente imperio en detrimento de los bajás turcos. Nadie diría que estas tierras negras, peladas, surcadas por enormes bandadas de cuervos tengan tanto interés para las potencias más poderosas de los libros de historia.
Las calles del barrio gitano de Socora son así, de polvo en verano y barro en invierno


Pero las casas son así, mansiones construidas por ellos mismos en una extraña competición por destacar






Pero lo tiene. Y aún hoy, Moldavia sigue teniendo tanto embrujo de cuento como su nombre sugiere. Al norte los gitanos han tomado las partes más altas de Soroca, en la frontera con Ucrania, y han levantado un fabuloso barrio más propio de un delirio que de una ciudad: mansiones que construyen con sus propias manos, en sus ratos libres, mansiones deslumbrantes y descuadradas que contrastan con la sobriedad de las ciudades del sur, sobre todo de la rebelde Gaugazia, una región autónoma, con su propia policía y que aglutina a una extraña población de turcos búlgaros, último reducto del imperio otomano en la region. Pocas zonas tienen el privilegio de considerarse cruce de caminos con más derechos que Moldavia. Las rutas de los antiguos dacios, las huellas de los tártaros y de los mongoles las usan hoy traficantes de armas, de heroína, emporios de proxenetas que envían a las walkirias eslavas a los burdeles de la Europa que gasta dinero en hundir sus viejas carnes en estos blancos cuerpos que parecen inmaculados aún sin serlos.

Yo mismo en la Gagauzia

En Gaugazia todo me parece desolación. El paisaje es gris, la tierra es negra y no despunta ni una maldita brizna de hierba, las nubes de cuervos me crean ansiedad y cuando un árbol se digna a saludarme parece congelado en su negra estampa de negra vida sobre negro suelo. En Comrat, la capital, un mural en una pared reivindica la Gran Turquía, el sueño otomano que empezó a desvanecerse con el empuje de las potencias rusa, británica y francesa a finales del siglo XIX. Los pocos vecinos que se aventuran a caminar a la intemperie no parecen turcos, precisamente, pero dentro del imperio había lugar para todos. De pronto, como por ensalmo, una comitiva pasea silenciosa por una calle. Los miro extrañado: un camion con la caja descubierta avanza lenta, detrás un amplio grupo lleva velas en las manos, niños y mujeres sobre todo, también un pope. Porque los gaugazos son búlgaros que se consideran turcos, hablan rumano y son, para terminar de enredar la madeja, cristianos ortodoxos. Sobre la caja del camion, un ataúd abierto deja entrever una cabeza de prominente nariz y la punta de unos zapatos. Es un entierro y ahora entran en una iglesia. Los sigo y disparo mi cámara con más vergüenza torera que otra cosa: es un sepelio, me digo, se van a enfadar. Pero no, no se enfadan, el pope sonríe, me anima a seguir tirando fotos. La gente ni me mira, la sensación es tan extraña que me siento incorpóreo caminando entre una gente para la que no existo.





En la estación de autobuses de Chisinau (recordemos: la capital de Moldavia) conozco a Tania, una joven que habla inglés porque estuvo casada con un libanés en Beirut. Tania nació en Moldavia pero no es moldava: es de Transnistria y se considera rusa. La miro bien: cierto, tiene cara de rusa, y como rusa que dice ser se siente orgullosa de que su nación de juguete resista ante el enemigo, que es precisamente del sitio del que vuelve ahora de hacer algunas compras. El camino de Chisinau a Transnistria no es muy largo, alrededor de una hora, y casi que es más engorroso el paso por la frontera que separa a la pobre Moldavia de la enigmatica Pridnestrovia. En el paso ‘internacional’ un soldado me da una enigmatica hoja que me permite una estancia no superior a las diez horas en el interior del túnel del tiempo.




Porque Transnistria es un túnel en el tiempo. Si Abjasia es exhuberante y desértica y el Nagorno Karabagh es montañoso y frío, Transnistria es un túnel en el tiempo que te lleva a los mejores años de la Unión Soviética. Todo parece congelado en el setenta y dos, los soldados llevan sombreros con chapas rojas donde aún reluce brillante en un amarillo intenso la hoz y el martillo. Hago el camino en las clásicas marshrutkas rusas, furgonetas habilitadas como minibuses, escuchando la triste historia de Tatiana abandonando embarazada a su marido en la pecaminosa Beirut hasta que entramos en Tiraspol, la orgullosa capital de este extraño país. Lo primero que me llama la atención, aparte de las grandes avenidas sin apenas tráfico y el funcional sentido de la estética eslava en forma de bloques de apartamentos grises y monocordes, es una sucesión de montículos irregulares y de grandes proporciones que parecen saludar al visitante. Tatiana añade su dosis de misterio: ‘por aqui dicen que son las fábricas subterráneas del AK 47, mucha gente trabaja en ellas’… No sé si del AK47 o de otros modelos y armamentos pero Transnistria tiene fama de puntal del tráfico de armas internacional. Dicen que este país no es más que una pantalla de la oligarquía armamentística rusa y que luego salen, vía Odessa, en Ucrania, rumbo a todas las guerras que han sido y son (y las que serán, con toda probabilidad). Desde el Cáucaso, muy cerca, hasta África Occidental, Oriente Medio y Asia Central. 





Tania no trabaja en ellas ni sabe si lo que se produce en esas fábricas, en el caso de haberlas, es tan macabro como lo que se supone. 'Yo trabajo en una oficina, soy administrativa'. Tal vez selle los papeles de cargamentos de patatas eslavas bajo las que se esconden granadas de mano, imagino en mi delirio de agente secreto de pacotilla. Lo que sí es cierto es que el lugar ha estado involucrado en el arte militar desde hace muchas décadas. Si bien en un principio la revolución soviética colocó al total de Moldavia en el interior de la República Socialista Soviética de Ucrania, como república autonoma, tras los horrores de la segunda Guerra mundial Stalin ordenó deportar a toda su población rumana a la lejana Siberia y convertir la zona en una república independiente dentro de los estados socialistas.



Tumbas de los héroes de la patria caídos ante Moldavia en la guerra de 1992


Transnistria intentó lavar entonces el terror que había vivido en un territorio no mayor que la isla de Mallorca. Los rumanos, asociados a los soldados alemanes del ejército nazi, asesinaron en los campos de concentración de la Besarabia a más de cien mil judíos, un número que retumba en los ecos de la historia pero que no puede enfrentarse, por imposibilidad más que nada, al de gitanos asesinados. Cuenta Isabel Fonseca en su fantastico ‘Enterradme de pie’, que los gitanos llegaban por decenas de miles a los campos de la Transnistria, donde eran cercados por los soldados germanos y prácticamente dejados a su suerte en el interior de las alambradas porque los romaní, habilidosos en su arte de supervivencia, les robaban hasta las insignias de las chaquetas. Nadie sabe cuántos gitanos pudieron morir en esta tierra, ni siquiera los mismo gitanos, a los que parece darles un poco igual toda esta histeria por la historia, pero algunos cálculos hablan de más de un millón convertidos, como los judíos, en humo y gas. Un genocidio silencioso y desconocido que ocurrió justo aquí, en su acto principal, y del que no queda ni el más mínimo recuerdo…




Tiraspol es una ciudad muy ordenada, limpia, con amplias avenidas, edificios de corte neoclásico en su centro histórico y con un nivel de vida bastante bajo. Tatiana asegura que toda una manzana en el casco histórico ocupada por un edificio clásico no debe de superar los 25.000 dólares. Una ganga, de no ser porque no se me ha perdido mucho por aquí y que, aparte del frío y la sospecha de una producción desaforada de armamento, no sé qué podría hacer en tierra de rusos. Ante el parlamento aún permanece ceñudo el líder de la URSS, Vladimir, Lenin. En la avenida principal amarillean en grandes pósters comidos por el aire del día a día los héroes de la nación, desde poetisas de moño soviético a cosmonautas con cara de primo de Yuri Gagarin. En Transnistria todo es Sheriff, las gasolineras, la compañía de teléfonos, los supermercados y el equipo de fútbol. No llego a ver el estadio del Sheriff Tiraspol pero dicen de él que es el mejor de Europa y el único que cumple con todas las normas de seguridad exigidas por la UEFA. Lástima que esté en un país que no existe y que, por ello mismo, no puede competir en el panorama internacional… Nuevamente, tras la misteriosa compañía, vuelve a cernirse la duda de las actividades internacionales de este pequeño pueblo.


Parlamento de la República del Transdniester


Como parte ya de la Unión Soviética, constituida en república autonoma, el Transniéster inicia su devenir como el paraíso militar que es hoy en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Los soldados no sólo están por las calles, disimulados de tal modo que no se les ve a simple vista: también disimulan en los monumentos y, por lo que parece, trabajando frenéticos bajo tierra. El XIV Ejército Soviético estuvo aquí acantonado desde 1954, poco después de la ominosa expulsion de los rumanos de la Besarabia, que acompañaron a balkarios, chechenos, circasianos, abjasios, daguestaníes y turcos caucásicos en su deportación al centro de Asia. Otro genocidio más ideado por el dúo diabólico, Stalin y Beria, para castigar a pueblos enteros por los pecados de algunos de sus individuos, y que dejaron algunas naciones, como a los chechenos, reducidas en un tercio.



Las calles de Tiraspol me recuerdan a las de mi infancia

En 1989, el gobierno soviético de Chisinau comienza a gestar la independencia, animado por los vientos de Perestroika que soplan desde Moscú y del entusiasmo que se percibe al otro lado del Cáucaso, en Georgia y Armenia sobre todo. Pero los eslavos de más allá del río Dniéster, rusos de pura cepa, deciden adelantarse a la jugada de los rumanos y declaran la independencia el 2 de septiembre de  1990. Una decisión que alteró la tranquila vida de Moldavia y que degeneró en una guerra de baja intensidad durante el olímpico año de 1992. Un conflicto con poco más de 1500 muertos y con el desequilibrio de las guerras en las que un gigante aplasta a un enano. Del mismo modo que Abjasia y Osetia del Sur, la Transnistria contó con la decisiva ayuda de sus hermanos mayores, los rusos, quien, para que no quedara duda de sus intenciones, colocó allí definitivamente a su XIV Ejército, ya no soviético sino ruso. Y al frente de ellos, el comandante Alexander Lebed, una leyenda rusa que ayudó a las causas independentistas de Transnistria y de Gaugazia y que aplastó a los que pedían la misma independencia en Georgia y Azerbayan. Y sobre todo en Chechenia, donde lo recuerdan con una mezcla de pavor y alivio porque fue el promotor de algunas acciones poco decorosas y del fin de la primera Guerra chechena, en 1996.



Tatiana me enseña a los prohombres (y una promujer) de su país




Tatiana se empeña en que tomemos una sopa de siete verduras porque fuera hace mucho frío, algo rigurosamente cierto, y dentro del restaurante, impoluto y en la línea de cualquier local de gasolinera de autopista, al menos entraremos en calor con el plato típico local. ‘Tiene que venir en primavera, cuando los árboles están más bonitos y los campos estallan en una explosion de flores’. Tatiana siente tanto su país que casi nos obliga a subir al tanque que conmemora el fin de la Guerra de independencia, fuera o no una guerra lo que vivieron y sea o no independencia lo que consiguieron. Tal vez en primavera tenga otro aire más acogedor y tal vez para entonces los circunspectos soldados de la frontera tengan visados más amplios que las diez horas de rigor...









© José Luis Sánchez Hachero


sanchezhachero@hotmail.com


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